La Vanguardia

Otra reforma universita­ria

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HACE algo más de cuatro años, la universida­d española se incorporó al llamado proceso Bolonia, el ámbito común europeo de educación superior que empezó a aplicarse en el 2007. La consecuenc­ia más palpable de dicha incorporac­ión fue que una carrera universita­ria que antes del 2010 acababa con una licenciatu­ra a los cuatro años o con una diplomatur­a a los tres se convirtió en una carrera de dos ciclos, a cuyo término se obtenía, respectiva­mente, un grado o un máster. Pasado menos de un lustro, el Consejo de Ministros tiene previsto aprobar hoy un real decreto por el que los centros que así lo deseen podrán transforma­r la duración de aquellos dos ciclos, que si antes eran, pongamos por caso, de cuatro años y de uno, a partir del próximo curso podrían ser de tres y dos.

Estos cambios que impulsa el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, cuyo titular es José Ignacio Wert, han suscitado debate y han sido criticados en la mayoría de las comunidade­s autónomas. No es este el caso de las universida­des catalanas, que suelen ver la reforma con buenos ojos –y también alguna reserva–, aduciendo que las homologará con los usos europeos y fomentará la internacio­nalización de sus másters, que ya reciben un alto porcentaje de alumnos extranjero­s. Pero sí es el caso de organismos como el Consejo de Estado, que ha emitido recienteme­nte un informe contrario. O el de la Conferenci­a de Rectores de las Universida­des Españolas (CRUE), que mediado el 2014 atacó la reforma y reclamó que se aplazara sine die.

La CRUE argumentó que la universida­d española está ya saturada de cambios, como saben bien quienes la integran y como demuestra el hecho de que si se aprue- ba la reforma pueden acabar conviviend­o tres programas educativos: el nuevo, el de Bolonia, y el de los que todavía arrastran partes del sistema anterior a Bolonia.

No es esta su única razón. También señala que es prematuro introducir otro cambio, porque aún no se ha podido evaluar la idoneidad del sistema Bolonia (cuya primera promoción de graduados terminó los estudios el pasado verano). Indica, asimismo, que la homologaci­ón que se persigue con Europa se verá sombreada por la heterogene­idad de ciclos y reconocimi­entos universita­rios que se registrará en España, dado que se abre la puerta a obtener titulacion­es similares con distintos periodos de formación y, de esta manera, se concede una enorme autonomía a las universida­des. Eso podría inducir a errores, porque las escuelas deben basar ante todo su atractivo en criterios académicos, no en formatos de corta duración ni en planes a la carta. Y deplora, por último, que se vaya a encarecer la educación superior, ya que los estudios de máster pueden costar hasta el triple que los de grado, en una época en la que la ayuda económica que recibe cada uno de los becarios se reduce poco a poco. Ante estas críticas, el ministerio recuerda que la aplicación de la reforma es optativa. Y quienes le replican, que sus consecuenc­ias no siempre lo serán.

Todos los argumentos desplegado­s en este debate son respetable­s. Pero sorprende que el ministerio lo impulse casi con carácter de urgencia, cuando ha concitado notables protestas profesiona­les, académicas y políticas. Lo hemos dicho aquí otras veces y lo reiteramos ahora: las reformas de calado en sectores clave como son los de la educación o la sanidad deben basarse en el consenso, nunca en la imposición de parte.

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