Leyendo el Corán
Soy un coleccionador de lecturas espirituales. He circulado por las sutilezas de Confucio, las polaridades del Tao, por los brazos hieráticos del hinduismo y por las serenidades de Buda. Conozco el diluvio textual del Antiguo Testamento y, para mí, los Evangelios son el verdadero amanecer de cada día. Cuando vi que gente con capucha mataba en nombre de Dios, como si las ráfagas de metralleta pudieran ser oraciones, comprendí que había llegado la hora inaplazable de leer el Corán.
No ignoro que opinar sobre este libro, en este momento, es como escribir con una pluma de nitroglicerina. O como pulsar teclas que tuvieran minas explosivas por debajo. Pero, a medida que leía esta obra hipnótica, me he dado cuenta de que pocos occidentales la conocen. Y que al islamismo se le está considerando con esa terrible frivolidad contemporánea: la misma ligereza con la que encaramos la crisis económica cuando esta empezó. Ahora se ha revelado otra crisis, y cuanto antes sepamos de qué va la cosa, mejor.
El Corán se divide en suras, capítulos; y aleyas, versículos. Hay en él, sin duda alguna, impulsos admirables. Antes de nada, un genuino amor por la entidad divina: muchos de sus textos, la mayoría de ellos, son largos poemas a la divinidad. Por otra parte, nos encontramos con una gran preocupación por la ética personal y por la justicia en la vida comunitaria. Lo que se busca es orientar a las personas hacia el bien, y al mismo tiempo establecer una mayor rectitud en la sociedad.
No obstante, también existen elementos muy preocupantes. Para Mahoma, el grupo de los creyentes debe vivir separado de los demás seres humanos, de los llamados “infieles”. Lo ideal sería crear un “dique”, una “muralla”, palabras que el Profeta usa, entre unos y otros: el creyente no puede intimar con el ateo. Esto transforma a la comunidad musulmana en la posibilidad de un problema para las sociedades en las que se implanta.
Cuando comprendí esta dimensión coránica, recordé el viaje a Escandinavia que hice este verano. Después del hechizo de los fiordos, Oslo se me presentó, para gran sorpresa mía, como una ciudad que echaba chispas de tensión entre musulmanes y nativos noruegos. Jamás olvidaré las miradas de fuego que algunas personas intercambiaban por la calle.
Otra cuestión es la de la beligerancia del Corán. A pesar de lo que declaran algunos incautos, ella está claramente presente en el texto. A veces de forma espeluznante: “Infundiré el terror en los corazones de quienes no crean. ¡Cortadles el cuello, pegadles en todos los dedos!” (sura 8, aleya 12). En realidad, los llamados integristas se basan en estos apuntes sangrientos, que no son todo el Corán, ni siquiera lo esencial del Corán, pero que están ahí.
Por fin, el estatuto de la mujer es claramente inferior. Entristece encontrar momentos como este: “¡Amonestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles!” (sura 4, aleya 34). Una de las cosas que impresiona en el Corán es el poder inmenso que puede alcanzar la palabra escrita. Al llegar a la sura 33, aleya 59, nos encontramos con unas breves líneas que han tenido enormes conse- cuencias: “¡Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con el manto. Es lo mejor para que se las distinga y no sean molestadas”.
Seamos justos: al lado de declaraciones como estas, hay muchísimas más sobre la necesidad de equidad, de honradez en las relaciones humanas, bien como hermosos cánticos a Dios. Seamos justos: la sangre que corre por los versículos coránicos no es muy distinta de la que encontramos en el Antiguo Testamento. Además, el Corán se diseña, en gran medida, como una paráfrasis de episodios de la Biblia. Se cuentan de nuevo historias de Abraham, de Moisés y de otros patriarcas y profetas. En efecto, estamos ante un fundamentalismo del monoteísmo. La relación que Mahoma mantiene con María y Jesús, que también cita en su libro, es compleja: merecería otro artículo. Digamos que Mahoma conocía y respetaba a Jesucristo, pero no compartía lo esencial del mensaje cristiano.
“Cada época tiene su Escritura”, afirma el Profeta (sura 13, aleya 38). Y aquí está la clave. El Corán resulta un texto comprensible en el marco del siglo VII, como voz de un grupo creyente y rodeado de enemigos. Se trata, pues, de una tradición respetable del islam. Pero, aplicado estrictamente a la actualidad, se transforma, para un occidental, en un cuerpo extraño, casi una pesadilla. Creo que al islamismo le han faltado las actualizaciones de todo tipo que el propio Corán llevaba implícitas.
Lo único que quiere el ciudadano europeo es que no lo engañen una vez más, como ocurrió en el caso de la crisis. El Corán es un libro con un doble filo: capaz de lo mejor del hombre, y también de cosas terribles. Salva y mata, exactamente como hubo musulmanes que salvaron y mataron en los días negros de París. Sin caer en la fobia al islam, ni en errores gravísimos que los europeos cometimos en el pasado respecto a comunidades foráneas, hay que lograr una lucidez equilibrada que nos permita ver lo que tenemos ante nosotros.