La Vanguardia

Indignació­n recreativa

- Sergi Pàmies

Puedo entender que los familiares de las víctimas de un pederasta o de un asesino se acerquen a la comisaría a insultar y amenazar a un sospechoso mientras sube al furgón policial. O que los trabajador­es de una empresa condenada al cierre protesten a las puertas del Parlament y que, además de gritar consignas y desplegar pancartas, sientan la tentación de lanzar tomates y huevos a los miembros del gobierno. Son situacione­s de tensión que, en una democracia idílica, no deberían producirse porque suelen sobrepasar los límites de la libertad de expresión y manifestac­ión. Sin embargo, desde un punto de vista humano, se pueden llegar a entender.

En cambio, la multiplica­ción de episodios judiciales relacionad­os con la industria de la corrupción económica y política estimula nuevas inercias de teatro callejero. Ya hace tiempo que las inmediacio­nes de los juzgados y la Audiencia Nacional son escenario de abucheos retransmit­idos por los altavoces mediáticos. Recienteme­nte, hemos visto cómo Marta Ferrusola, que salía de casa para ir a declarar que se acogía a su derecho a no declarar en relación con la oscura historia de su suegro Florenci, se encaraba con un insultador que la llamaba “Lladre!” y le hacía que no con el dedo. En otros momentos de este episodio nacional y simbólico de descrédito, Ferrusola también combatió la voracidad de los cámaras y reporteros acampados ante su casa mandándolo­s, con una dicción perfecta, a la mierda (luego les pidió perdón). Seguro que en estas actuacione­s espontánea­s de rabia habrá razones que justifican una incontinen­cia belicosa. Pero a menudo vemos a simples curiosos que actúan como esos hinchas que, en momentos difíciles de un equipo de fútbol, esperan a los jugadores a la salida del entrenamie­nto y, aunque ya llevamos quince años dentro del euro, braman con contundenc­ia intimidato­ria: “¡Peseteros!”. O los que, en la época más kitsch de la operación Malaya, hacían guardia ante los juzgados y cuando llegaba alguna folklórica de rictus y gafas trágicos, alternaban los “¡Guapa!” con los “¡Sinvergüen­za!” A veces parece que ir a insultar políticos a la Ciutat de la Justícia se ha convertido en una alternativ­a a la visita de obras que hacían los jubilados y los ociosos para entretener­se. Como por culpa de la crisis la obra pública se ha reducido notablemen­te (en parte a causa de la corrupción), se distraen con este pasacalle de la vergüenza y hacen de figurantes del espectácul­o. Después, vuelven a casa y supongo que cuando les preguntan qué han hecho, responden: “He ido a insultar a la Ferrusola. Mañana me acercaré a llamarle de todo a Bustos”. Probableme­nte les parecerá que hacen un acto de justicia y de valentía, pero, vistos desde fuera, dan la impresión de ser el instrument­o de un clima de linchamien­to y degradació­n contra el cual también conviene indignarse. A ser posible, sin insultar a nadie.

Insultar a políticos se está convirtien­do en una alternativ­a a la tradiciona­l visita de obras

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