LOS MEANDROS
El martes a media mañana, cuando las autoridades competentes ya habían anunciado que más o menos todo volvería a una fría e incómoda normalidad, salí a pasear.
Con las escuelas cerradas, los niños erigían muñecos, se lanzaban bolas e improvisaban trineos. Donde la nieve era virgen se elevaba más de un palmo, pero en muchos tramos la acera había sido liberada. A ambos lados había montones prominentes, uno detrás de otro, como Himalayas en miniatura. El trozo delante de mi casa estaba totalmente limpio, por supuesto; a las cinco ya se oía el Giuseppe sacar la nieve, rac-rac.
Los hombres pasaban el día libre armados con palas largas y cóncavas como un cucha- rón. Se afanaban en hacer practicable la vía pública con determinación y deportividad. Abrían senderos para los peatones, vaciaban los bajos de los coches y ayudaban a quien tenía el vehículo cercado por la nieve. Los coches de los chóferes -taxis, furgonetas, limusinas-, tenían los limpiacristales subidos y un cartón sobre el parabrisas para facilitar la limpieza. Familias enteras les rascaban el hielo. Un chihuahua llevaba zapatitos de plástico. El restaurante chino volvía a tener los repartidores prestos. Los colmados abrían. El espectáculo era el civismo espontáneo, sin aspavientos, emotivo justamente por cotidiano.
Luego, en casa, me subí a una silla.