La Vanguardia

La vida es un código

Michelle no es la primera ni será la última que desafíe los códigos locales; prefirió lucir su empoderada melena

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A la reina Letizia la apodaron la reina de África tras cubrirse sutilmente la cabeza durante la visita oficial a Marruecos

Cuando los turistas empezaron a visitar las catedrales españolas, detrás de los confesiona­rios aparecía siempre una devota feligresa que reprobaba con aspaviento­s –a falta de idiomas– tirantes y escotes. Y en verdad, cuando osábamos entrar con shorts en un templo, nos embargaba una congoja similar a la de la pesadilla de soñarnos desnudos en la vía pública. El contexto determina la actitud, y una de las derivacion­es de la empatía es saber armonizar el cuándo y el dónde con el cómo. El gurú de la diplomacia Shaun Riordan suele darles un consejo multiusos a sus alumnos: “Cuando tengas dudas, actúa para que nadie se sienta molesto ni herido”. La diplomacia aún necesita actualizar protocolos an

cien régime, pero veamos que rápido se ha solucionad­o el tema de los maridos de los embajadore­s: Basta un Mr. Smith, esposo del embajador de EE.UU. en España y decorador de Michelle Obama, o un Monsieur Lalrinsan, casado con el Embajador de Francia. Las mujeres, en cambio, siguen siendo señoras “de”, y aparcan su apellido a las puertas de la embajada. Es algo cultural, se dice; y por supuesto no nos escandaliz­a tanto perder el apellido como cascarse un velo.

El caso es que Michelle Obama –que también dejó el apellido en la cancela de la Casa Blanca– no se puso velo para rendir los honores al difunto rey Abdalá bin Abdelaziz, de Arabia Saudí. Los autóctonos criticaron la ausencia de detalle: Qué falta de respeto, dijeron, aunque aquí nos pareció que decían: Qué falta de miedo. Nada que ver con los pusilánime­s Time o Post, que ni se atrevieron a dar en pequeñito las viñetas de Charlie Hebdo (para no provocar). Michelle es de esas mujeres que necesitan de la semiología para comunicar su mensaje. Podía haber optado por no acompañar a su marido al país de los petrodólar­es, donde todo el mundo quiere hacer negocios nutritivos, pues la postura de Occidente frente a las contradicc­iones de los países del Golfo no es caldo de pollo sino auténtico cocido. No era la primera ni será la última que desafíe los códigos locales. A diferencia de la reina Letizia, que se cubrió sutilmente la cabeza para visitar oficialmen­te Marruecos -la reina de África la apodaron-, Michelle prefirió lucir su empoderada melena al viento de la libertad yanqui (aunque luego te controlen el teléfono e Internet, díganselo a Edward Snowden). Si buscaba la complicida­d de las autóctonas, de poco le serviría el gesto, porque para la mayoría llevar velo en público es un código cultural completame­nte interioriz­ado.

El savoir faire de la vieja Europa, ceremonios­a, cumplida y, pese a todo, señorial dialoga con el “desenfado” norteameri­cano (que en el fondo no es sino la demostraci­ón de que les falta mundo). Porque, ¿cómo se concebe que Obama no estuviera en París el día de la Marcha Republican­a? Mientras, política y realeza europea complacen el protocolo foráneo y, según titulares: “Causan sensación con sus velos”. La vida es un código, con sus pins y puks, sus apellidos, sus corbatas, sus pañuelos. Y el secreto consiste en saber descodific­arla.

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SAUL LOEB / AFP
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