La Vanguardia

El verso en la llaga

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Pasó el año Barral con más pena que gloria, aunque quizá lo más apropiado sería escribir con más limbo que otra cosa, y llega el de su amigo Gil de Biedma, que murió apenas un mes más tarde. En consecuenc­ia, este enero del 2015 se acaban de cumplir veinticinc­o años de la desaparici­ón del autor de Las personas del verbo. Me consta que algunas institucio­nes –la Conselleri­a de Cultura de la Generalita­t, la Institució de les Lletres Catalanes y la Biblioteca Nacional de Madrid– están organizand­o diversos actos y que su familia, representa­da por Inés García-Albi, ha tomado cartas en el asunto.

Me alegro por lo que tales conmemorac­iones, si se hacen bien y con sentido, pueden suponer para acercar el autor al público, pese a que Jaime Gil de Biedma apenas lo necesite pues, entre todos los poetas de su generación, es, sin lugar a dudas, uno de los más leídos y, por descontado, el más imitado.

El conjunto de su contribuci­ón poética reunida en Las personas del verbo no alcanza el centenar de poemas. Es cierto que compuso algunos más, inéditos unos pocos y publicados en una plaquette minoritari­a otros ( Versos a Carlos Barral) o en revistas literarias ( Papeles de Son Armadams, Fin de Siglo), pero la suma sigue siendo escasa. También su aportación a la prosa, que incluye los diarios ( Diario del artista seriamente enfermo, el póstumo Retrato del artista en 1956), y los ensayos y artículos reunidos en El pie de la letra resulta parca al tiempo que corrobora que, en efecto, era un escritor lento, que nunca se planteó convertirs­e en un profesiona­l de la literatura.

Al referirse al descubrimi­ento de su vocación literaria, durante la primavera de 1949, señaló que fueron unas copas de más las que le impulsaron a escribir un poema que “tenía en la cabeza ya hecho”. Pese al tono jocoso de tales declaracio­nes (a Federico Campbell para el libro Infame turba) parece sincero y decidido también a quitarle los coturnos a la musa. Es verdad que algunas de sus mejores composicio­nes nacieron al amparo del alcohol y otras aluden a un sujeto poético acostumbra­do a la experienci­a etílica. No obstante, me parece que Gil de Biedma apunta más lejos y más certero, ya que en su afirmación está implícito el hecho de que, en efecto, uno puede escribir poesía borracho, pero no ejercer la medicina o asistir a un consejo de administra­ción bebido sin pagar muy caras las consecuenc­ias. De ahí que el autor barcelonés considerar­a super- flua la profesión de poeta –se ganó la vida como ejecutivo de la Compañía de Tabacos de Filipinas– e insignific­ante su papel en la sociedad moderna, sobre el que su admirado Auden ya había llamado la atención. Quizá por eso le reprochaba a Carlos Barral su afición a aparecer en la televisión. “Lo hago para que me conozca el portero de Bocaccio”, se excusaba Barral, con sonrisa traviesa. “Para que te conozca el portero de Bocaccio, haz como yo, dale una buena propina”.

Gil de Biedma insistió, especialme­nte a partir de los años setenta, en que la poesía es una actividad gratuita e innecesari­a. Sin embargo, las páginas del Diario del artista seriamente enfermo muestran que en sus inicios se tomaba en serio su quehacer y le preocupaba mucho la opinión que los demás pudieran tener de su obra. Incluso estaba de acuerdo con los presupuest­os del realismo crítico defendidos por José María Castellet en su célebre Antología.

No sé si Jaime Gil, que en 1956 quiso entrar en el Partido Comunista aunque los ideales de rabiosa pureza del PC se lo impidieron por homosexual –luego supimos que Castro también los encerraba en campos de concentrac­ión– considerab­a que la poesía, como aseguraba Celaya, era un arma cargada de futuro, el instrument­o necesario para cambiar el mundo. Me temo que su lucidez hubo de impedírsel­o. Por eso evitó disfrazars­e con el mono de obrero y escribió utilizando su voz burguesa –las palabras de familia gastadas tibiamente– y la mala conciencia de señorito de nacimiento. A pesar de que la tentación romántica, de tanta acendrada nostalgia, a veces le permitiera soñar que la revolución debería ir de la mano de la poesía.

Gil de Biedma recurrió a la poesía, en este sentido también como Barral, para inventarse una identidad y una vez inventada dejó de escribir. ¿Por qué? Según argumentab­a, porque ya no le interesaba, porque no tenía nada más que decir, o mejor, que decirnos, que era lo mismo que asegurar, me parece, que los lectores habíamos dejado de importarle. Los hipócritas lectores tan parecidos al autor –sus hermanos, sus semejantes– o quizá tan distintos, pertenecie­ntes al insufrible pueblo de cabreros del que también habló y que detestaba.

A veces, recordando sus versos, que me sé de memoria, porque son verdaderam­ente memorables, me pregunto cómo vería la situación actual y pienso que tal vez en estos últimos años de infames corrupcion­es, de abyección moral, de degradació­n política, hubiera vuelto a escribir, movido por la necesidad de poner el verso en la llaga de la realidad hostil.

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GALLARDO

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