Bienvenido a la vida, Ibrahim
La milagrosa recuperación de un niño de 18 meses en un centro de tratamiento de ébola, símbolo de la batalla inacabada contra la epidemia
Olvídense de Neymar. De sus regates imposibles, de sus carreras por la banda del Camp Nou y de sus goles con el Barça. Neymar, el único Neymar hoy, da pasitos torpes con los brazos abiertos por la zona más contagiosa del centro de tratamiento de ébola en Kissy, a las afueras de Freetown. Como avanza a saltos inestables, su camiseta culé amarilla, con el número once y el nombre del brasileño a la espalda, se le sube ligeramente y deja a la vista el pañal. El Neymar de Sierra Leona, que en realidad se llama Ibrahim, tiene sólo 18 meses y es un milagro de piernas cortas: el pasado miércoles se convirtió en uno de los supervivientes de ébola más jóvenes de la historia.
Y si la actual cepa ya es un vals con la guadaña, con hasta un 62% de mortalidad, entre los menores de cinco años las posibilidades de sobrevivir son aún más remotas. Ibrahim se ha cargado todos esos pronósticos agoreros y además lo ha hecho solo: como sus padres no estaban infectados, ha vivido toda la enfermedad sin ningún familiar a su lado.
Horas antes de abandonar para siempre la carpa de los enfermos de ébola, Ibrahim corretea porque lo peor ya pasó y porque es la hora en que le van a abrazar. Al fondo del pasillo, aparece una médico vestida con el traje de protección amarillo y blanco, y aunque tiene un aire de astronauta, Ibrahim se lanza a sus brazos de plástico para que le aúpe. Dentro de la capucha y las gafas de protección, la joven doctora catalana Núria Carrera, de Médicos Sin Fronteras, le mira con ojos de quien le creyó perdido y sabe que se va a salvar. “Es un milagro; este niño es un milagro”, repite.
La peor epidemia de ébola de la historia, que ha matado al menos a 8.810 personas en Sierra Leona, Guinea y Liberia e infectado a más de 22.000, ha dado esta semana los primeros síntomas de fatiga: por primera vez desde junio, se han producido menos de cien nuevos casos entre los tres países. En las peores semanas de septiembre a diciembre, se contabilizaron más de mil y era un decir porque no se daba abasto para contar tanta muerte. La guerra contra el virus está aún lejos de acabar, pero victorias como la de Ibrahim son una puerta a la esperanza. También una evidencia: “Sin tiempo y medios para tratar- le, Ibrahim no habría sobrevivido; cero, ninguna posibilidad”, apunta Núria. Ella no lo dice, pero también hacía falta valor y generosidad. Como cuando, Ibrahim se arrastraba por el suelo entre vómitos y diarreas y decidieron ponerle una vía porque estaba tan deshidratado que el shock era inminente. El riesgo a pincharse e infectarse con el virus es alto, pero en el centro, como tantas otras veces, nadie dudó. A Núria, unas lágrimas le chivaron que había valido la pena.
–Días después, cuando volvió a llorar, fue cuando pensé que se iba a salvar, dice.
–¿Cuándo volvió a llorar?, pregunto.
–Ibrahim lloró el primer día, pero después estaba tan mal que ni siquiera tenía fuerzas; hasta que un día volvió a llorar y pensé: “Ya vuelve a ser un niño normal”.
El pasado 16 de enero Ibrahim llegó solo al centro porque en la capital de Sierra Leona el virus sigue sin control. No sólo es que casi la mitad de todos los casos de la actual epidemia – 10.518– se hayan producido en Sierra Leona; es que en Freetown y sus suburbios se ha generado una explosión de ébola sin precedentes. A principios de septiembre, en la capital y sus alrededores se ha- bían registrado 79 casos de ébola. En poco más de cuatro meses, los infectados en esa zona ya superan los 3.000.
Quien diga que la situación está controlada en Sierra Leona, probablemente no ha pisado nunca Kroo Bay o Mabella town. En los dos principales barrios de cha-
MORTALIDAD DEL 62% El pequeño se ha cargado los malos pronósticos y además lo ha hecho solo
EN LOS BARRIOS DE CHABOLAS
Quien diga que en Sierra leona el virus está controlado es que no ha pisado Kroo Bay
bolas de la capital, los tejados de uralita se chamuscan bajo el sol y la basura se acumula en los callejones. Hace calor y el olor a mierda se confunde con el de sudor humano y el de pescado ahumado. En una calle atestada de gente y sobre unos puestos de comida callejeros, un cartel reza “Ebola: no touch am” (Ebola: no tocar-
se” en lengua krio), pero es imposible avanzar sin rozarse con alguien. El virus se contagia al entrar en contacto con los fluidos de un enfermo (saliva, vómitos, sudor, heces, semen o sangre) o de un cadáver, momento especialmente delicado, porque los muertos son auténticas bombas virales, así que desde hace meses el gobierno aplica la política de “prohibido tocarse” y pena con cárcel los entierros inseguros. No se sabe si la medida surte efecto: Sierra Leona es el único país afectado que no tiene datos de cuántos entierros no controlados se realizan. En Mabella, como en el resto del país, oficialmente todo el mundo debe saludarse levantando el brazo y se han acabado los apretones de mano, pero un paseo por sus calles permite ver a hombres que caminan cogidos –símbolo de amistad en el país– o como los niños piden que les choques los cinco y no entienden porque el blanco se detiene a dos centímetros de su palma una y otra vez.
En un canal que desemboca en un río fecal, se acumula una muchedumbre. Algunos sacan fotos con sus móviles. En mitad de las aguas negras, donde unos cerdos rebuscan entre la basura con el morro hundido en el barro, hay un cadáver humano semidescompuesto. Nadie sabe bien si ha muerto de ébola y algunos vecinos intuyen que alguien debió enterrarlo río arriba y la corriente lo ha arrastrado hasta allí. Un chico tira piedras a un cerdo que se acerca a olisquear la columna vertebral que sobresale del agua, en forma de arco. “Hemos llamado esta mañana para que lo vinieran a buscar, pero llevamos todo el día esperando y nadie ha venido. No vendrán”, escupe. Al poco rato, una ambulancia llega para trasladar a un vecino que guarda- ba cuarentena en su chabola y luego se va. Más allá de la lenta reacción internacional, en la raíz del descontrol sierraleonés están la pobreza, la mala gobernanza y la enorme densidad de la capital. La guerra civil que machacó al país de 1991 al 2002, empujó a miles de personas de las zonas mineras en el este del país a buscar refugio en la capital, que creció de manera antinatural. Cuando se dejaron de afilar los machetes, la falta de oportunidades en el resto del país provocó una nueva ola de desheredados hacia una capital pobre y sin infraestructuras sanitarias ni hospitales. La desconfianza en un gobierno que durante la guerra fue tan verdugo como los rebeldes, atizó las brasas del descontrol porque casi nadie escuchó los avisos oficiales.
Ese miedo que genera el caos; o quizás el caos que genera el miedo, hizo que Ibrahim, con apenas un año y medio de edad, llegara solo al centro de tratamiento de Kissy. Su abuela, con quien Ibrahim se había ido a vivir unos días porque su madre quería que dejara de mamar, contrajo ébola y la trasladaron a un hospital. Al poco, Ibrahim desarrolló los síntomas y, como nadie fue capaz de localizar dónde demonios habían llevado a la abuela, el niño llegó sólo al centro de MSF.
Es difícil imaginar la angustia de Mohamed y Kadiatu. Ella más joven y risueña, él con el gesto sufridor, los padres de Ibrahim han ido cada día a ver a su pequeño mientras se recuperaba. A cualquier hora del día se colocaban en un lateral de la carpa y trata- ban de sacarle un gesto o una sonrisa a su hijo, que no les reconocía. Esas visitas fueron lo que les permitió resistir en los peores momentos, explica ella. También el saber que había un ángel de la guarda ahí dentro.
Yealie, una mujer embarazada de ocho meses, se convirtió en la madre adoptiva de Ibrahim. Ella es otro milagro porque, aunque perdió a su bebé hace días, ha superado el ébola y las hemorragias y está a punto de convertirse en otra victoria de la oenegé. Yealie incluso defendió a Ibrahim cuando una mujer enferma enloqueció al perder a su bebé y se abalanzó sobre el pequeño gritándole que era su hijo. Kadiatu sabe que está en deuda con esa mujer. “Ella fue nuestra fuerza y ayudó enormemente a que mi hijo se mantuviera con vida. Siempre la recordaremos en nuestras plegarias”.
En el momento que dieron el alta a Ibrahim, una veintena de personas se congregó en la puerta de salida del centro. El padre de Ibrahim lloró como pocas veces se ve llorar a un hombre africano y dio las gracias mil veces. No fueron las únicas lágrimas. En medio de tanta alegría, Samura, un niño de 10 años enfermo de ébola, lloraba en silencio y miraba la escena desde dentro la zona de contagiados. Núria se acercó para consolarle como pudo y sin saber qué decir: “Francamente, –diría después– no sé si lloraba de alegría por Ibrahim, de tristeza porque se iba y dejaba un vacío en el centro o porque se preguntaba cómo acabaría él, también solo en el centro”.
AMBIENTE EN MABELLA TOWN En mitad de las aguas negras, hay un cadáver en avanzado estado de descomposición
LOS ENFERMOS
Samura, un niño enfermo, llora en silencio al ver salir a su amigo del centro