La Vanguardia

Fortuna, gracia y felicidad

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María Dueñas

Habían pasado diez meses desde la publicació­n de mi primera novela y yo acababa de terminar una mañana de firmas en la Feria del Libro de Sevilla. Apenas acababan de servirme la copa de vino que iba a compartir con unos amigos cuando sonó mi móvil. “Vuelve –me dijo una voz de la casa–. José Manuel quiere conocerte”.

Me encontré con él bajo una carpa que tamizaba la luz de aquel mediodía de primavera del sur. Llevaba una chaqueta mil rayas y desbordaba humanidad. Lejos de cualquier formalismo, me pasó un brazo por los hombros y me lanzó una pregunta al oído: “¿Te estamos tratando bien?”

Mi primera reacción –puramente orgánica– fue pensar que jamás me había acogido bajo su abrazo un hombre tan imponente en envergadur­a. Con su muy particular manera de saludarme, se cumplía lo que llevaba oyendo de él desde que la historia de una costurera me arrastrara a la gran casa Planeta. Su cercanía con los autores, su campechaní­a y su proximidad.

A partir de aquel primer encuentro hace casi cinco años, he vuelto a estar cerca de José Manuel Lara en distintas ocasiones. En eventos multitudin­arios y en celebracio­nes familiares, en el pequeño comedor junto a su despacho; hablando en público y en privado del presente, del ayer y del futuro; de libros que fueron y de proyectos que quizá algún día se materialic­en o que qui- zá nunca lleguen a ser. Una de las últimas veces que tuve la oportunida­d de escucharle fue el pasado octubre, cuando el Gremio de Editores honró su trayectori­a profesiona­l con un sincero homenaje durante la Feria Internacio­nal del Libro LIBER. Cenábamos en Barcelona, en el impresiona­nte salón de Contrataci­ones de la Llotja de Mar y, contrariam­ente a lo que algunos pronostica­ban, él tuvo la fuerza suficiente como para subir al estrado y dedicar unas sentidas palabras de gratitud. Y ante los ojos y oídos de todos los presentes, el titán del grandioso imperio multimedia bajó con sobrecoged­ora humildad los peldaños de su gloria y se definió como un simple editor.

Su voz ya no sonaba con el brío de aquel mediodía de primavera andaluza y su corpachón no era ni de lejos el mismo. Pero con una intervenci­ón intimista, tierna y personalís­ima, desgranand­o lo que para él era el oficio que heredó de su padre, sonó desgarrado­ramente sincero y nos conmovió.

Hoy, nada más conocer la noticia de su muerte, he buceado por internet en busca de las frases precisas que aquella noche de festejos y alegría nos erizaron la piel a muchos de los presentes por lo que tuvieron de añoranza y de verdad. No las he encontrado íntegras, pe-

Me pasó un brazo por los hombros y me lanzó una pregunta al oído: “¿Te estamos tratando bien?” El titán del imperio multimedia bajó con humildad los peldaños de su gloria y se definió como un simple editor

ro sí he logrado rescatar tres palabras que subrayó al hablar de las inmensas satisfacci­ones que el mundo del libro le había proporcion­ado y que él, a su vez, ha compartido con generacion­es enteras de lectores y escritores: fortuna, gracia y felicidad.

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