El artista y sus modelos
Lucian Freud es uno de los pintores más admirados de la tradición figurativa europea del siglo XX. Sin duda, pero también uno de los más secretos, con unos inquisitivos ojos alerta que desconciertan al modelo e inquietan al espectador. Sus retratos solo alcanzan parangón con las crueles deformaciones de Francis Bacon, para movernos en los confines de la cultura visual británica. Acaba de presentarse en Londres un libro notable: Lucian Freud. Eyes Wide Open, Nueva York, 2014, de Phoebe Hoban, sagaz analista de la deriva heterodoxa de la pintura contemporánea y autora de la biografía reivindicativa de Jean-Michel Basquiat, a quien redime del peyorativo grafismo de callejón y sitúa en la generación clandestina de la posmodernidad norteamericana.
Phoebe Hoban nos sorprende ahora con una cercana biografía de la figura esquiva de Lucian Freud, un artista extraterritorial pero siempre fiel a las confusas señas de identidad que lo enraizan en la cultura de la discordia vienesa, eran los años de la anexión nazi, vivida por un adolescente suprasensible de apellido sonoro. Trasterrado en Berlín, exiliado más tarde en París y empujado a la fuerza al amedrentado Londres prebélico, ayuno además de lengua propia y referentes emotivos seguros: olvidará el alemán austriaco cuando apenas balbucea un inglés fonético y fronterizo, sobrepuesto al francés de autoritarias tutorías anónimas. Sencillamente la forja de un rebelde.
Uno de los logros de la indagación de Hoban es entender a Freud desde su obra y escrutar los motivos que disimulan los modelos, ausentes e incapaces, se diría, de sobreponerse a la hiriente mirada del pintor. Una manera hábil desde luego de trazar la trayectoria del artista, pro- tagonista indiscutido de la escena. Desembarcado en Londres, Lucian era un joven prometedor que visitaba al anciano Sigmund Freud fascinado por su leyenda y por la desafiante colección de arte egipcio que llenaba el estudio. El volumen Arte Egipcio, Viena 1936, fue un regalo precioso que el pintor conservó de por vida. Educado en el trémulo judaísmo familiar, el joven Lucian fue un chico inadaptado y un alumno desigual e incontrolable, siempre dispuesto a hacer saltar las reglas del juego esco- lar convertido en un cabecilla provocador y violento: ni siquiera asistió al funeral de su abuelo en 1938, falta imperdonable, y escapó a París protegido por la psicoanalista María Bonaparte. De nuevo en Hamsptead con su familia, encontró en el perfil cortante de Stephen Spender un camarada que le descubrió la revista Horizon y le inició en el turbio Soho londinense, tras una intentona fracasada en la Navy.
La pintura llegó de golpe: Lucian era un intuitivo y dotado dibujante de caballos y figuras en movimiento que un día empezó a retratar a sus amigos. Sin respiro, se enfrentó al paisaje, Landscape with Birds es de 1940, con un estilo personal influido por el dibujo directo de la caricatura alemana e impregnado del realismo sentimental de la posguerra. Interior en Paddington, de 1951, recibió quinientas libras del Arts Council y convirtió a Freud en artista distinguido en la tradición narrativa y testimonial de la época.
Casado con la pintora Lorna Wishart, cercana a la sensibilidad de Bloosmbury, Lucian se integró pronto en la transgresión del Soho. Los retratos íntimos de entonces, Girl with roses y Girl with a white dog, constituyen el mejor documento de un arte minucioso de fuerte raíz gráfica que desconcertó incluso a Herbert Read: “El Ingres del existencialismo”, lo llamaba perplejo. Pero el tormentoso acoso de Lady Caroline Blackwood, audaz e impenetrable hija de un marqués y una mundana heredera Guiness, situó a Lucian Freud en la cresta de la bohemia exquisita londinense. La pareja se fugó escandalosamente a París, pero Habitación de hotel nos presenta el espejo empañado de una situación al límite. The Colony Room es el retrato en grupo convincente. Freud y Bacon visualizaron durante esos años una extraña pareja con idénticas inseguridades artísticas y una peligrosa pasión por el juego que los forzaba a peregrinar a Montecarlo. “Sentíamos las mismas cosas que traduce nuestra pintura”. La transformación de Freud en un depredador sexual y de Bacon en un agresivo cómplice expresan el desasosiego vital de una situación extrema. No sorprende así el espléndido y desolador realismo expresionista que ha calificado la pintura de Freud desde entonces. Un arte despiadado.
Quizás el retrato de Phoebe Hoban acentúa la vertiente experimental de Freud frente a sus modelos, que en alguna medida eran víctimas de la ferocidad del artista, como sucedía con Bacon, sometidos a la inmisericorde tortura plástica. La serie Madre del pintor, íntima e intensa, es elocuente por su distanciamiento, al igual que los desvergonzados desnudos nocturnos o los retratos de sociedad como el general Parker Bowles o la Reina Isabel, en el que la tiara adquiere una ambigua significación y fue pretexto de comentarios irreverentes. Una pintura dura, es cierto. El retrato del Barón Thyssen es curioso: deslumbrado por la prestancia del modelo, Lucian lo desarmó al representarlo en una actitud defensiva, con las manos tensas sobres las rodillas y la mirada perpleja. Tal vez el sereno e intrigante retrato del crítico londinense Martin Gayford, Hombre con pañuelo azul, y la puntual reconstrucción de las sesiones, sorprendentemente locuaces, en un libro excepcional – On Sitting for Lucian Freud– nos adelantan la versión más veraz y compleja del pintor. Un artista convencido de la hermética verdad de la presencia humana, siempre impenetrable. Como Tiziano y Caravaggio en su tiempo, Bacon y Freud son los testigos nada benévolos de la sensibilidad herida del hombre del siglo XX.