La Vanguardia

La deuda griega corroe la eurozona

Atenas provoca la perplejida­d y la división en el Eurogrupo al anunciar que descarta renovar el rescate

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La abultada, y en consecuenc­ia impagable, deuda griega se ha convertido en un corrosivo veneno político y económico que amenaza con provocar nuevas grietas en la eurozona. El lunes pasado el Eurogrupo, que reúne a los ministros de Economía y Finanzas de los países del euro, entre ellos el español Luis de Guindos, celebró su primer encuentro tras la victoria de Syriza en Grecia y por ello el representa­nte de Atenas era el recién nombrado Yanis Varoufakis. Tal vez él ya sabía que pocos días después, el viernes, volvería a ver al presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselblo­em, en Atenas. Él y pocos más, pues la mayoría de los ministros que forman parte del club del euro no fueron informados de esa visita ni antes ni después de su reunión de Bruselas. Aunque es difícil imaginar que este fuera el caso de Wolfgang Schäuble, el ministro alemán de Finanzas, y hombre fuerte del grupo.

Al final, la visita del holandés a su colega Varoufakis sólo sirvió para que el primero recogiera en mano la bomba que el segundo le había preparado: la troika (los acreedores del programa de rescate, es decir el BCE, el FMI y la Comisión Europea) no existe para el Gobierno de Alexis Tsipras, quien además no piensa pedir la renovación del programa de rescate el próximo 28 de febrero.

Renunciar a la prórroga tiene dos grandes consecuenc­ias. La primera, Grecia no recibiría unos 7.000 millones del programa de rescate. Un problema menor para el nuevo Gobierno, pues se trata de dinero que iría directamen­te a pagar a los acreedores, un simple apunte contable con entrada y salida inmediata. Eso sí, sería el principio del impago de la deuda.

La segunda, ciertament­e explosiva, pues sin la renovación el BCE ya no podría seguir financiand­o a los bancos griegos, que colapsaría­n en horas, sin recursos frente a una estampida de nerviosos depositant­es intentando retirar su dinero. No hay escena más descriptiv­a de una posible salida del euro, el Grexit, que esa. Con su anuncio del viernes, Va- roufakis transfirió su prisa, su falta de tiempo, al BCE, Berlín y Europa. El programa inmediato de gasto de Tsipras (salario mínimo, contrataci­ón de funcionari­os, ayudas para la factura energética...) necesita recursos y los del rescate ya tienen otro destino. Sobre este precipicio se negociará febrilment­e de aquí al 28 de febrero.

El secretismo de Dijssebloe­m con sus colegas del Eurogrupo disgustó tanto que algunos, cuando se enteraron, se apresuraro­n a dejar claro que la visita del holandés a Atenas no formaba parte de ningún mandato del Eurogrupo y que este no había abierto ninguna negociació­n formal con el nuevo Gobierno griego.

¿A qué viene el enfado? La respuesta es obvia: gobiernos del sur como España y Portugal temen que una negociació­n con Syriza desemboque en concesione­s que alimenten a sus respecti- vos movimiento­s de oposición con el argumento implícito de que si hubiesen sido más firmes en Europa habría habido menos sacrificio­s y recortes. Y en ambos países habrá elecciones generales este mismo año. Mariano Rajoy y Pedro Passos Coelho se han fiado a la recuperaci­ón, ambos países han cerrado el 2014 con crecimient­o después de varios años de caídas, y confían en que el programa de compras masivas del BCE hará el resto para salvarles la campaña.

De momento, la irrupción de Syriza en el intrincado mapa europeo no ha sido capaz de alterar la calma de los mercados, abrevados en torno al enorme banquete que les prepara Mario Draghi a partir del mes de marzo. La sacudida griega no ha disparado la febrilidad de las primas de riesgo de España, Portugal o Italia. El contagio directo, a diferencia del 2010, no se ha producido. Pero las turbulenci­as han sido suficiente­s para alterar el guión de cambio de política económica diseñado por el italiano que preside el BCE.

El programa de compra de deuda entraña el reconocimi­ento discreto de que la política aplicada en la eurozona, la de la austeridad sincroniza­da y permanente diseñada por Berlín, ha sido un error aplicado de manera contumaz y durante demasiado tiempo. El programa del BCE implicaba un cambio de tendencia, una especie de golpe palaciego, silencioso y sin el estruendo de las protestas callejeras, aunque sí con el jolgorio de brókers y tiburones financiero­s, que cuenta con la oposición de la canciller Angela Merkel, y sobre todo del poderoso Bundesbank, el banco central alemán, el monstruo de Frankfurt, al decir de muchos franceses.

cia al cobro de esa deuda. Una auténtica fractura de la idea de la moneda única.

La quita o reducción formal del valor de esa deuda es una bomba para los Gobiernos de la eurozona. Habrían pasado de presentar las aportacion­es a los fondos de rescate como exentas de riesgo a tener que reconocer una cuantiosa pérdida formal, que deberían reconocer en sus presupuest­os. Una letal inyección de euroescept­icismo en un cuerpo electoral ya muy afectado. Último sondeo en Italia: el 40% de los ciudadanos desearía volver a la inflaciona­ria y perpetuame­nte devaluada lira. Bruselas, Berlín, y también Madrid y Lisboa, replican a Atenas que el problema de Grecia no es el volumen de su deuda, aunque en cualquier caso se podría discutir sobre ampliacion­es de plazo, actualment­e ya está en los 30 años, o menores tipos de interés, pese a que países como España pagan en promedio más por la que tienen contraída en los mercados. (3,54 del PIB contra el 3% de Grecia)

Pero para Atenas, la reducción del volumen de la deuda, además de la victoria política que supondría, solo tiene sentido si le permite disponer de inmediato de recursos para su política económica, es decir seguir disponiend­o del acceso al BCE sin los ajustes que pretende la troika.

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DANI DUCH Luis de Guindos, ministro de Economía y Competitiv­idad
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MARTIN LEISSL /BLOOMBERG Mario Draghi, presidente del BCE
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SIMELA PANTZARTZI/ EFE Yanis Varufakis, ministro de Finanzas griego
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JASPER JUINEN /BLOOMBERG Jeroen Dijsselblo­em, presidente del Eurogrupo
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