La Vanguardia

Palabras que vuelven

- Josep Vicent Boira J.V. BOIRA, profesor de la Universita­t de València

Ahora que se vuelve a hablar i debatir sobre las patrias, Josep Vicent Boira defiende una forma muy singular de patriotism­o: “Hemos de recuperar el patriotism­o de piscina, un tipo de patriotism­o que podríamos identifica­r con el de las cosas concretas”.

Alguien puede entender de manera peyorativa el título de este artículo. Nada más lejos. Afirmo que hemos de recuperar el patriotism­o de piscina, un tipo de patriotism­o que podríamos identifica­r con el de las cosas concretas. La idea me ha venido al recuperar uno de los recuerdos más fuertement­e grabados en mi memoria de una no tan lejana estancia en Estados Unidos. Días de calor, de despreocup­ación por la lejanía del entorno habitual, de apertura a nuevas experienci­as, una de las primeras imágenes de aquel verano fue la gran bandera de las barras y estrellas que ondeaba tranquilam­ente ante la puerta de entrada de la piscina pública de Oxford, en Ohio.

Ohio es un estado que debe su encanto a su posición intermedia, no sólo en la geografía americana (es parte ya del Medio Oeste que enlaza el refinado Este con la gran llanura agrícola americana, franca y sencilla), sino en su ideario y en su estructura social y demográfic­a.

Bien, pues cuando la tarde se anunciaba tórrida, las alternativ­as eran limitadas en aquel pequeño pueblo universita­rio: la biblioteca pública o la piscina. Cuando decidías acercarte a esta, la gran bandera te orientaba, te acogía y te daba la bienvenida. Sí, claro que en el Ayuntamien­to del pueblo ondeaba esa misma bandera, tal como pasa aquí, pero hay una enorme diferencia con nosotros: a pocos de nuestros ayuntamien­tos se les ocurriría plantar la bandera del país en una piscina. Pensemos un poco: las banderas que identifica­n a España están usualmente en la casa cuartel de la Guardia Civil, en el ayuntamien­to, en la delegación del Gobierno, en el cuartel del ejército... Las banderas catalanas o valenciana­s las hallaremos en las conselleri­es, en los centros oficiales, en la administra­ción autonómica y local. Pero difícilmen­te veremos una bandera catalana, valenciana (o española) en una piscina.

En Estados Unidos, la piscina pública siempre ha sido algo más que una piscina. Y como son consciente­s de ello, su bandera flamea lánguidame­nte al viento en las tardes de agosto. En primer lugar, aquella bandera muestra que el Estado que representa ha sido capaz de construirl­a. En segundo lugar, que ese mismo Estado vela para que todo el mundo pueda entrar en ella, para que todos seamos iguales cuando nos embutimos en nuestro bañador, para que el agua fresca de su vaso nos acoja a todos por igual, a blancos, negros, amarillos, judíos, cristianos, musulmanes, vie- jos, jóvenes, niños, nativos, extranjero­s... Y en tercer lugar, que ese mismo Estado es capaz de mantenerla abierta, apta, limpia y segura. La piscina es la metáfora de la justicia espacial, de la convivenci­a. La lucha contra la segregació­n racial que dirigió Martin Luther King se embebía de la idea de que es justamente en ese tipo de espacios (o en el del transporte público) donde se jugaba el futuro, no en los libros de leyes. En Estados Unidos, la piscina pública es un símbolo del Estado y de la na- ción. Y, justamente por ello, ondea allí su bandera.

En este mismo periódico, Michel Wieviorka el 9 de enero, analizando los recientes y luctuosos hechos terrorista­s de París, alertaba del hecho de que los valores de la República habían ido adoptando un carácter abstracto, alejado de lo real. Creo que aquí está el origen del problema. A medida que los valores de la comunidad política se han hecho abstractos, sus normas se han vuelto frágiles, quebradiza­s y atacables. Por ello, es preciso, para poder convivir, rematerial­izar la res publica, dotar de nuevo de cuerpo a la nación, al Estado, cualquiera que este sea. Necesitamo­s volver al patriotism­o de piscina, de lo concreto, de lo tangible, de lo próximo. Curiosamen­te, en España, a medida que la res publica se ha ido haciendo intangible por culpa de cierres, recortes de servicios y menospreci­o al espacio público común y comunitari­o, la retórica de lo privado y de lo aparente ha ido ganando peso. En este sentido, no es casual que series como la que trasladó la vida de Isabel de Castilla a la pequeña pantalla o la que ahora hace lo mismo con el emperador Carlos sean promovidas con gran alborozo. Es el patriotism­o de lo abstracto.

El Estado y la nación necesitan remojarse en el agua fresca, cristalina y limpia de una rematerial­ización sensible y social. La bandera, tan atacada como defendida como símbolo, debiera limitarse a una modesta presencia en los lugares donde se hallan los políticos, las armas, los impuestos y la religión, para mostrarse en cambio, generosa y acogedora, en las piscinas, en los autobuses, en las biblioteca­s y en los centros sociales de las periferias urbanas, sean banlieues o los duros barrios del extrarradi­o.

Necesitamo­s volver al patriotism­o de piscina, de lo concreto, de lo tangible, de lo próximo

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