Fiestas simbólicas
Una de las maneras más claras de definir una cultura –y definir significa delimitar– es por los símbolos que se comparten. Crear cultura es dar a un grupo humano un conjunto de significados simbólicos compartidos. Es un proceso parecido a la creación artística: el artista siente una emoción y la expresa moldeando un material sensible, pintura, música, literatura, teatro, escultura. Cuando el espectador percibe esa forma sensible se produce en él la emoción igual o parecida a la que sintió el creador en un principio. Así en la vida de las personas, cuando alguien siente una emoción profunda o un hecho crucial para su vida, lo suele asociar a algún lugar o elemento del espacio físico en el que sucedió: la esquina donde tropezó con el amor de su vida, el rincón del parque donde se declaró, un árbol, una estatua, una playa, un pueblo, una iglesia, una montaña. Esos elementos adquieren para la persona un significado simbólico y, cuando se vuelven a visitar, recuerdan la emoción de lo que sucediera en ellos. Lo mismo sucede para los grupos humanos: hay ciertos elementos del espacio físico en los cuales todo el grupo deposita un significado simbólico y quienes comparten el mismo símbolo forman parte de una cultura. Así para los vascos es un símbolo el árbol de Gernika, para los catalanes la montaña de Montserrat, para los sevillanos la Macarena, para los barceloneses la fuente de Canaletes. Los símbolos son la llave del subconsciente y, cuando se agitan delante del grupo, provocan un disparo de líquido emocional que galvaniza las energías del conjunto hacia un ti- po u otro de acción. Por eso los artistas supremos, que son los creadores de culturas, y dentro de ellos, los fundadores de religiones, son los que saben dar a un grupo humano unos símbolos que les corresponden, con los cuales resuenan y que les aglutinan.
La fiesta es al tiempo lo mismo que el monumento es al espacio; y del mismo modo que en el territorio de una cultura existen unos cuantos lugares donde están sus símbolos, así en el tiempo de un año cada cultura ha colocado tres o cuatro días simbólicos para recordar y celebrar los sucesos cruciales de su identidad. ¿Quién escoge estos días? ¿Quién eligió el once de septiembre como fecha señalada para fiesta nacional de Catalunya? La Enciclopèdia Catalana sólo nos informa de que: “Desde finales del siglo XIX la Diada fue conmemorada en Barcelona con ofrendas florales al monumento de Rafael Casanova en el cruce de la ronda de Sant Pere con la calle Ali Bey”. ¿Fue idea de Cambó o del obispo Torras i Bages o de alguno de los próceres de la Renaixença? No lo sabemos. Se ha hablado mucho de la insólita decisión de elegir como fiesta nacional una derrota: aunque una primera lectura fácil sería achacarlo a una pasión por el masoquismo, a mí me parece que, por el contrario, demuestra una elegancia, una presencia de ánimo y una seguridad en sí mismos muy poco habituales entre las culturas del mundo y que están en la línea de la tradición de países que no fueron como Catalunya, Languedoc, Provenza, donde en los juegos florales el trovador que vencía recibía una rosa natural, la en- glantina, y al finalista se le daba una rosa de oro.
Personalmente creo que, puesto a elegir una derrota, yo me quedaría con la del 13 de septiembre de 1213 en que perdimos la batalla de Muret. Ese fue el principio del fin. Pedro I de Aragón, que había ido a ayudar al conde de Toulouse para evitar la influencia francesa en Languedoc, fue muerto por Alain de Roucy, uno de los caballe- ros del invasor Simón de Monfort. Fue la primera vez, y creo que la única, en la historia de Europa en que un rey fue deliberadamente muerto en combate, porque lo importante era el rescate y porque no era caballeroso hacerlo. Cuando los españoles hicieron prisionero a Francisco I de Francia en Pavía no lo mataron, de modo que los franceses nos deben una. Si Muret no se hubiera perdido, quizás existiría un país occitano desde el Ebro hasta el Ródano.
Pero esto son especulaciones históricas y la realidad es que Catalunya basculó hacia el lado de la Península porque hacia el sur encontró menos resistencia que hacia el norte y se fue hacia Valencia y Mallorca. Luego se han manifestado dos tendencias significativas: de una parte el separatismo, y de otra la propuesta de catalanizar la administración central. Ya lo había dicho el injustamente ignorado Francesc Pujols en su Historia de l’hegemonia catalana en la política espanyola: “La mejor solución para España de cara a modernizar e integrarse en Europa sería dar pie a los políticos catalanes para que inspiren la política general del Estado español”. Las dos propuestas son diametralmente opuestas, una significa pasar de todo y buscarse la vida como Suiza en un momento en que esto es más difícil de conseguir que hace unos siglos, cuando los estados aún no se habían asentado. La otra propuesta supone meterse en el laberinto del minotauro español guiados por el hilo de Ariadna de Duran Lleida.
Pero elevémonos un poco: tal como hay símbolos compartidos por territorios diferentes y limitados, hay otros que trascienden, no sólo la región y la nación, sino también el continente. Así es el símbolo temporal de la fiesta de Navidad, el nacimiento de la luz (el sol vuelve a subir), representado por el nacimiento de un dios. La Navidad, como la Gioconda de Leonardo o la Estatua de la Libertad en Nueva York, es un símbolo de ámbito mundial.
Los símbolos son la llave del subconsciente y cuando se agitan provocan un disparo de líquido emocional