La Vanguardia

El virus de los niños rotos

Suleyman, que perdió a 14 familiares por el ébola, sobrevivió pero sufre secuelas psíquicas y físicas

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Sobre el papel, Suleyman es una historia de éxito. Por poco, pero lo es. El ébola estuvo a punto de matarlo como hizo con otros 14 miembros de su familia, padre y varios hermanos incluidos, pero por algún capricho del destino –los médicos aún no entienden muy bien por qué no murió– se despertó después de varios días en coma en un centro de tratamient­o del virus. Y Suleyman es una historia de éxito porque cuando la vida vence a la muerte, en principio lo es. Pero ¿y cuándo sólo es una victoria a medias?

En realidad, apenas queda nada de aquel chaval divertido de 12 años que reía a todas horas, hacía trastadas con sus compañeros de la madraza y jugaba sin parar a fútbol en el descampado de Tombo, una aldea a las afueras de Freetown. “El virus lo convirtió en un niño medio muerto”, escupe su hermano Abdulayé, diez años mayor, a la sombra de un árbol frente a la casa familiar. Aunque Suleyman está tumbado sobre un colchón de espuma a dos metros de distancia, no escucha lo que dice su hermano y tiene la mirada perdida. Una mujer, su tía, le acerca un cuenco con arroz y pescado, aplasta un puñado de comida entre las yemas de sus dedos y se lo coloca en la mano. El chaval tiene en el talón derecho una llaga, teñida de violeta por las curas, que le cubre medio pie. De vez en cuando, se incorpora, grita algo ininteligi­ble y llora. La madre de Suleyman, Beshi Sankoh, lo observa apoyada en la pared, con el gesto cansado. “Era un niño excelente –murmura–, pero ahora no puede caminar ni hablar, no ve bien y necesita ayuda hasta para ir al baño; sólo llora y llora todo el día”.

Como el resto de la familia, ella asistió al funeral de otro hijo muerto por el ébola y se contagió al limpiar el cadáver. Entonces Sankoh no sabía que los muertos tiene la mayor carga de virus y son un riesgo mortal, sólo veía que su hijo estaba sucio y se negó a darle el último adiós a un cuerpo con restos de vómitos y diarrea por todas partes. Sobrevivie­ron ella, Abdulayé y Suleyman.

Desde que empezó la actual epidemia de ébola, 13.514 personas han vencido al virus, pero no hay estadístic­as sobre cuántos han sufrido secuelas irreparabl­es. En ninguna de las 25 epidemias anteriores, desde que se registró la primera en el año 1976, se hicieron estudios sobre el denominado síndrome postébola. La Organizaci­ón Mundial de la Salud elabora desde hace unas semanas un estudio en el este de Sierra Leona sobre los supervivie­ntes, y los primeros resultados –aún poco representa­tivos– apuntan a que un 40% desarrolla complicaci­ones, desde problemas mentales hasta dolor muscular o pérdida de visión. Se han dado casos de ceguera completa, y una mujer dejó de menstruar. Se investiga si las secuelas son causadas por el virus, la medicación o el estrés postraumát­ico.

Konday Marrah, responsabl­e del equipo de protección infantil de Save the Children que supervisa el caso de Suleyman, admite que hay muchas preguntas sin respuesta. “Aún se desconocen muchas cosas de la enfermedad, pero sí existe la sensación de que a los niños les puede dejar más secuelas físicas. Los menores de cinco años casi nunca sobreviven, pero ¿y los demás?”. La oenegé, que sabe de las cicatrices internas y externas del ébola, da apoyo psicológic­o a la familia de Suleyman y el día que dieron de alta al chaval, les alargó un sobre con una ayuda de unos 600 dólares. Pero el dinero se acabó hace tiempo. Abdulayé casi se disculpa por ello: “Mi padre y todos los demás hombres adultos han muerto, sólo quedo yo y no tengo trabajo; el Gobierno no nos ayuda, y no tenemos nada para comer. ¿Cómo se supone que debo tirar adelante con esto?”, dice. Marrah, tan corpulento como optimista, no se deja contagiar por el desaliento. “Evaluamos el caso de Suleyman y creemos que no va a estar mejor en ningún sitio que aquí con su madre. Han pasado todos por una situación muy traumática, pero gracias a Dios el niño ha sobrevivid­o y, con ayuda, todo mejorará”, asegura.

Después de más de una hora, Suleyman se niega a decir una palabra al blanco recién llegado; sólo emite un lamento sostenido que cierra con un grito de dolor por su pie o quizás por heridas invisibles y más profundas. Al rato, insisto y me presento de nuevo.

–Me llamo Xavi, soy periodista y vengo de Barcelona –repito. Algo hace clic en su interior. Suley- man levanta la vista, me mira como si le hubieran pinchado el alma y recita de carrerilla:

–Iniesta, Messi, Busquets, Pinto, Xavi, Puyol, Cristian Tello, Valdés…

Sus familiares y vecinos, que nos rodean, celebran la sorpresa con un aplauso. Suleyman sonríe por primera vez y continúa:

–Cristiano Ronaldo, Marcelo, Xabi Alonso, Ramos, Pepe…

A veces se detiene, piensa unos segundos durante los que se pone muy serio, y sigue con la lista: …Casillas, Arbeloa, Benzema…

“Le encanta el fútbol –explica Abdulayé–, se sabe todos los jugadores de la Liga de España. Es el fan número uno de Messi”.

–“Póster, foto”, interrumpe Suleyman.

Marrah lo explica por él: cuando la familia enfermó, las autoridade­s quemaron todas las pertenenci­as y los muebles de la casa para evitar cualquier riesgo de contagio, y eso incluyó un póster del FC Barcelona que Suleyman tenía colgado en su habitación. Veinte minutos después, culebreamo­s en el mercado de Waterloo, lleno de gente y tenderetes. Las peluquería­s callejeras se mezclan con tiendas de comida, ropa o electrodom­ésticos baratos. En una esquina, unos chicos ofrecen unas camisetas con fotos de estrellas de hiphop estadounid­enses y DVD de películas nigerianas. Por la calle principal, avanzan tres tipos en una motociclet­a. En la camiseta del último se lee: “Stop ébola. Respeta la política de no tocar”. Sus brazos, agarrados a la cintura del chico del medio, rebotan cada vez que pisan un bache.

Marrah se planta frente a una tienda de camisetas de fútbol falsas y señala una colgada en la puerta con el número 10 de Messi estampado en la espalda.

“Nos llevamos esta”, dice. Después del regateo y de ahuecar 20.000 leones (unos cuatro euros), regresamos a Tombo, donde ya no nos esperan. Abdulayé nos recibe con sorpresa, pero entiende todo cuando ve la camiseta blaugrana en la bolsa. Se la dará él. Suleyman, que sigue sentado en el suelo, en el mismo lugar que antes, protesta cuando su hermano le toca el hombro por detrás y niega con la cabeza casi como un reflejo. Como no se gira, Abdulayé le deja caer la camiseta sobre el regazo, y entonces Suleyman la ve.

–¡Oh! ¡ Messi! ¡ Lionel! –grita con un hilo de emoción en la voz. Su tía, casi tan contenta como él, le ayuda a quitarse la camiseta y ponerse la culé. Le piden que se levante y, por primera vez ese día y con la ayuda de Abdulayé, se pone en pie. Sus vecinos aplauden otra vez. Suleyman, con una mueca tímida pero feliz, susurra: “Messi, Messi...”.

Detrás de él, Marrah observa en silencio y una sonrisa satisfecha. Como si a pesar de todo, en tiempos de ébola, las victorias a medias no existieran y siempre fueran enteras.

Era un niño de 12 años divertido y tras sufrir la infección ha cambiado: no puede andar, comer ni hablar Se ignora cuántas de las 13.514 personas que han vencido al ébola padecen secuelas irreparabl­es

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XAVIER ALDEKOA Suleyman en el suelo, en primer plano, y su familia, con Abdulayé, su madre y vecinos al fondo
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