¿Hay alguien ahí?
La semana pasada hablábamos de adaptación. Una semana más tarde por estas latitudes y ya me voy dando cuenta de lo inhóspitos que son estos océanos para el hombre y, paradójicamente, cuánto los necesitamos. Cuando uno decide cruzar el Atlántico por los alisios (vientos favorables que siguió Colón) lo habitual es cruzar- se durante la travesía con al menos dos o tres barcos, y con muchos más si cruzamos rutas mercantes, sobre todo en las proximidades de ambas costas. Aquí por lo que parece no hay nadie. Sí, sí, nadie.
Hace más de diez días que no sólo no vemos ningún barco a simple vista sino que un aparatito que llevamos a bordo que se llama AIS y que detecta barcos más allá de 20 millas de nuestro horizonte visual no da señal alguna. Tanto es así que el otro día decidí revi- sarlo, para ver si aún funcionaba. Porque, tras unos días en estas condiciones, te das cuenta de que hemos perdido la buena costumbre de vigilar por proa a ver qué se ve, que siempre es nuestro mejor instrumento de seguridad para evitar un encontronazo con otro barco (en el mar se le llama colisión o, tal como les sonará de las películas de piratas, abordaje si hay traspaso de tripulantes).
De hecho les confesaré que aquí se vive más mirando hacia atrás, escrutando qué nos depara el tiempo, pues viene en su gran mayoría por el oeste, generalmente en forma de borrascas y frentes fríos violentos. Y el otro día, en medio de uno de ellos, me di cuenta de que habíamos olvidado encender las luces de navegación. Con mi hermano nos preguntamos, ¿para qué? Si no hay nadie. Pero mejor llevarlas, no sea que a ese alguien que aparezca le dé por abordarnos.
Pues bien, la otra peculiaridad de estos mares es que por más inhóspitos que nos parezcan debido a su frío helador, vientos duros del demonio, olas grandes y cruzadas y nubes o lluvias que parecen el averno hecho en medio del mar, rebosan vida. Cada día nos siguen un sinfín de aves marinas, entre ellas los albatros. Hemos visto ballenatos, delfines, creemos que focas (tanta ola y tantos días solos hacen que perdamos la certeza de lo que vislumbramos) y lo más llamativo del asunto: con cada ola embarcamos pequeñas medusas, gambas microscópicas (quizás es el krill de las ballenas) o huevecillos de vaya usted a saber qué animalejo.
Es inhóspito para nosotros, pero ello no quita para que estos océanos sean la casa de todos estos seres vivos y de ellos dependemos. Que no nos resulten confortables no significa que no sean imprescindibles.