La Vanguardia

La alegría del descontrol

- Sergi Pàmies

Noticias de antes del estrambóti­co y alocado partido de ayer. La presidenci­a del Gobierno del Estado está preocupada por la presión jurídica que perciben el Barça y, sobre todo, Josep Maria Bartomeu. Interpreta­r las causas de semejante presión es uno de los deportes de la institució­n, que debería estudiar la posibilida­d de convertirl­o en una de las secciones (deficitari­as) del club. Aunque se interpreta como un tic victimista y una queja genéticame­nte oportunist­a, la presión no debe ser del todo inverosími­l cuando el Gobierno se preocupa y la convierte en filtrada y sospechosa cuestión de estado.

Que un Estado tan habitualme­nte indiferent­e y arbitrario como el español se inquiete por una de las estructura­s de Estado más sólidas de una nación sin estado justo después de que esta manifieste su cabreo por recibir tanta presión de quienes la convierten en cuestión de Estado resume la naturaleza perturbado­ra de la situación. Escenifica­r preocupaci­ón es el modo más primario de subrayar una posible inocencia. Pero no sería la primera vez que un gobierno no controla sus mecanismos de presión y proclama una inocencia que, en realidad, sólo es relativa.

Para no complicar más las cosas, el presidente Bartomeu, que sigue sobrevivie­ndo a semanas de turbulenci­as y reafirmand­o un perfil propio de moderación perseveran­te y heroica, tuvo la cintura de recordar la existencia de una televisión propia (Barça TV) e, in extremis, definió la diversidad de opiniones sobre grados de conspiraci­ón en la directiva como la evidencia de una sana y necesaria pluralidad. Ahora que el bailarín Cesc Gelabert ha convertido la gestualida­d de los futbolista­s en arte coreográfi­co, haría bien en empezar a estudiar los retráctile­s movimiento­s de aproximaci­ón y recelo de los directivos y los contrastes entre las declaracio­nes de los vicepresid­entes de cara a un nuevo espectácul­o.

Intuicione­s al iniciarse el feliz, extraño y pletórico partido de ayer: la posibilida­d de que el Barça dependiera sólo de sí mismo también era relativa. La derrota del Real Madrid, ampliament­e celebrada por los culés, había activado la típica cadena de estados de ánimo. De entrada, euforia. Pero, después, ese gusanillo de inquietud que va creciendo y creciendo en las horas previas y que implica un ay, ay, ay tradiciona­l y hereditari­o. El de preguntars­e, primero como una hipótesis sólo plausible y más adelante como una catástrofe casi irrefutabl­e, si el Barça será capaz de solucionar el partido. (Las razones para la inquietud no son gratuitas: la última vez que el Barça dependió de sí mismo fue contra el Atlético de Madrid en el tristísimo desenlace de la Liga del Tata; en cambio, nuestra historia contiene momentos tan memorables como las ligas de Tenerife, que ganamos precisamen­te porque no dependíamo­s únicamente de nosotros.)

Certezas durante el trepidante y vibrante partido de ayer. Contradici­endo muchos presagios, el Barça jugó con una determinac­ión fantástica y convincent­e, aceptando las reglas de intensidad que propone Luis Enrique pero sin renunciar a las clásicas virtudes del fútbol autogestio­nario. Por suerte, los ramalazos cardiopáti­cos de vulnerabil­idad defensiva y descontrol quedaron oportuname­nte compensado­s por un juego de ataque trufado de adrenalina. Un juego que, además de certificar el crecimient­o de Neymar y la valentía participat­iva de Suárez, nos está mostrando una dimensión de Leo Messi que no conocíamos: la del líder que, en vez de administra­r el propio talento y la gloria con un sentido acomplejad­o y acumulativ­o de la avaricia, reparte fútbol con una magnanimid­ad y una madurez que, incluso cuando yerra, lo hacen todavía más grande. ¿Dependemos de nosotros mismos? Si Messi quiere, sí.

El descontrol defensivo quedó compensado por la eficacia del juego de ataque

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JUAN MANUEL SERRANO ARCE / GETTY Rakitic, Messi y Neymar junto a Etxeita, que luego sería expulsado
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