La alegría del descontrol
Noticias de antes del estrambótico y alocado partido de ayer. La presidencia del Gobierno del Estado está preocupada por la presión jurídica que perciben el Barça y, sobre todo, Josep Maria Bartomeu. Interpretar las causas de semejante presión es uno de los deportes de la institución, que debería estudiar la posibilidad de convertirlo en una de las secciones (deficitarias) del club. Aunque se interpreta como un tic victimista y una queja genéticamente oportunista, la presión no debe ser del todo inverosímil cuando el Gobierno se preocupa y la convierte en filtrada y sospechosa cuestión de estado.
Que un Estado tan habitualmente indiferente y arbitrario como el español se inquiete por una de las estructuras de Estado más sólidas de una nación sin estado justo después de que esta manifieste su cabreo por recibir tanta presión de quienes la convierten en cuestión de Estado resume la naturaleza perturbadora de la situación. Escenificar preocupación es el modo más primario de subrayar una posible inocencia. Pero no sería la primera vez que un gobierno no controla sus mecanismos de presión y proclama una inocencia que, en realidad, sólo es relativa.
Para no complicar más las cosas, el presidente Bartomeu, que sigue sobreviviendo a semanas de turbulencias y reafirmando un perfil propio de moderación perseverante y heroica, tuvo la cintura de recordar la existencia de una televisión propia (Barça TV) e, in extremis, definió la diversidad de opiniones sobre grados de conspiración en la directiva como la evidencia de una sana y necesaria pluralidad. Ahora que el bailarín Cesc Gelabert ha convertido la gestualidad de los futbolistas en arte coreográfico, haría bien en empezar a estudiar los retráctiles movimientos de aproximación y recelo de los directivos y los contrastes entre las declaraciones de los vicepresidentes de cara a un nuevo espectáculo.
Intuiciones al iniciarse el feliz, extraño y pletórico partido de ayer: la posibilidad de que el Barça dependiera sólo de sí mismo también era relativa. La derrota del Real Madrid, ampliamente celebrada por los culés, había activado la típica cadena de estados de ánimo. De entrada, euforia. Pero, después, ese gusanillo de inquietud que va creciendo y creciendo en las horas previas y que implica un ay, ay, ay tradicional y hereditario. El de preguntarse, primero como una hipótesis sólo plausible y más adelante como una catástrofe casi irrefutable, si el Barça será capaz de solucionar el partido. (Las razones para la inquietud no son gratuitas: la última vez que el Barça dependió de sí mismo fue contra el Atlético de Madrid en el tristísimo desenlace de la Liga del Tata; en cambio, nuestra historia contiene momentos tan memorables como las ligas de Tenerife, que ganamos precisamente porque no dependíamos únicamente de nosotros.)
Certezas durante el trepidante y vibrante partido de ayer. Contradiciendo muchos presagios, el Barça jugó con una determinación fantástica y convincente, aceptando las reglas de intensidad que propone Luis Enrique pero sin renunciar a las clásicas virtudes del fútbol autogestionario. Por suerte, los ramalazos cardiopáticos de vulnerabilidad defensiva y descontrol quedaron oportunamente compensados por un juego de ataque trufado de adrenalina. Un juego que, además de certificar el crecimiento de Neymar y la valentía participativa de Suárez, nos está mostrando una dimensión de Leo Messi que no conocíamos: la del líder que, en vez de administrar el propio talento y la gloria con un sentido acomplejado y acumulativo de la avaricia, reparte fútbol con una magnanimidad y una madurez que, incluso cuando yerra, lo hacen todavía más grande. ¿Dependemos de nosotros mismos? Si Messi quiere, sí.
El descontrol defensivo quedó compensado por la eficacia del juego de ataque