Más allá de informar
En situaciones como la reciente catástrofe aérea, el papel de los medios no se limita a ofrecer las informaciones sobre los hechos, como explica Salvador Cardús: “Vivimos de conformidad con unas expectativas rutinarias que definen a nuestro mundo dado por descontado. Pero cuando las rutinas se ven interrumpidas por circunstancias traumáticas, necesitamos recuperar la confianza en el orden social sobre el cual se desarrolla nuestro día a día.”
El dramático acontecimiento de la semana pasada en los Alpes franceses –que en este artículo me abstendré de calificar de accidente, de crimen o de cualquier otra manera– y que acabó con la muerte de ciencincuenta personas, nos pone ante uno de estos complejísimos y excepcionales procesos sociales cuya función es la de reintegrar lo imprevisto en la vida cotidiana. Vivimos de conformidad con unas expectativas rutinarias que definen a nuestro mundo dado por descontado. Pero cuando las rutinas se ven interrumpidas por circunstancias traumáticas, necesitamos recuperar la confianza en el orden social sobre el cual se desarrolla nuestro día a día. Y en este proceso de restauración de la cotidianidad, los medios de comunicación tienen un papel tan fundamental como delicado.
En estos casos, pues, la información periodística no tiene por misión sólo dar cuenta de los hechos, de los cuales se suele tener pocos detalles. Ni de los porqués, sobre los que apenas se sabe nada. Su papel principal, de entrada, consiste en exorcizar la excepcionalidad. Es decir, nos confirma que lo que ha sucedido, sea lo que fuere, no forma parte de lo esperable. No es extraño, pues, que en este caso ya de entrada se pusiera el acento en confirmar la seguridad de los vuelos, que se pasara lista a los pocos casos similares y que se hiciera un escrutinio minucioso de las condiciones en las que vuelan las compañías low cost. Trabajo inútil cuando se supo que no había sido un problema de seguridad, pero muy eficaz para todos los que en los días posteriores volamos –yo también–, en aparatos y compañías similares.
Del mismo modo, el “servicio público” al que apelaban los periodistas para justificar el ingente despliegue de medios, no era en absoluto para aclarar los hechos. Al fin y al cabo, la buena información estaba en las redacciones y es desde allí que se podía dar. La proximidad al lugar de los hechos formaba parte, en cambio, de la lógica del ritual de exorcismo, el primer objetivo del cual era simular un perfecto control de la situación y disminuir el estrés social que provocaba la catástrofe. El segundo objetivo del despliegue era hacer visible la capacidad de control que tiene el Estado en estas circunstancias –policías, helicópteros, Cruz Roja...– y hacer saber que se recuperaría, tarde o temprano, la normalidad. Un des- pliegue que acababa, como es debido, con la presencia de las máximas autoridades políticas.
También forma parte de la misión informativa de restauración de la normalidad el elaborar un relato sobre las causas del drama. Cualquier pequeño detalle es suficiente para desarrollar complejas teorías que al cabo de poco rato son desmentidas por nuevos detalles que no encajan. Las afirmaciones contundentes del primer día que se tardaría tiempo a saber lo que había pasado se fundieron en veinticuatro horas. Y de debatir sobre la seguridad aérea pasamos a hacerlo sobre los aspectos médicos del caso, siempre con la misma aceleración para no dejar ningún lapso de tiempo sin una especulación que sirva como interpretación provisional. Se buscan explicaciones –culpables– desesperadamente: las normas de seguridad, el sistema médico, los controles de la compañía... Sin embargo, señalar culpables no sirve para dar “sentido” ni a la acción del responsable ni a la muerte de las víctimas. A todo lo que se puede llegar es a aquello que expresaba tan bien el padre de una víctima en los Alpes: “Lo que pasó fue la acción de una persona que, como mínimo, estaba enferma. Si hay un motivo o razón, no la queremos ni escuchar, no es relevante. Lo que es relevante es que no vuelva a pasar”. Sin resentimiento, sin necesidad de entrar en casuísticas inútiles para quien ha vivido el drama en primera persona. Sólo el deseo que no se repita. Todo un ejemplo de serenidad moral y ética.
Como también es habitual, en estos casos se abre en un gran debate autorreferencial por parte de los medios de comunicación sobre como debe informarse en este tipo de tragedias. Se traslada a otro plano la incomodidad por tener que hacer un papel taumatúrgico, que va mucho más allá de la estricta información. Eso explicaría por qué estos debates sólo se hacen en caliente. En ocasiones, da la impresión que la aceptación resignada de los límites sobre el tipo de información que es legítimo dar se compensa con la exhibición de superioridad moral. Pero también es cierto que hay medios que hurgan en el dolor sin ninguna necesidad informativa, poniéndose al servicio de la satisfacción del fisgoneo morboso de la audiencia. Sea como sea, son significativos los comentarios de los que, mezclados entre centenares de periodistas y cámaras, narran –como si no estuvieran allí– que “los periodistas y las cámaras llenan la sala”, en lugar de decir que “llenamos la sala”. ¿Es una mirada que quiere ganar objetividad simulando que está más allá de los que miran?
Tal como decía al principio, en el proceso social de construcción y mantenimiento de nuestra realidad social, se necesita toda una serie de recursos con el fin de reintegrar los hechos imprevistos en la siempre previsible vida cotidiana. La paradoja es que sólo podemos incorporar la excepción domesticándola, y eso significa banalizarla. Sin embargo, hay acontecimientos tan dramáticos para los que conocer las causas precisas de los mismos no sirven para dar sentido al dolor que han provocado. Dejan enormes agujeros negros en nuestro universo de sentido con los que hay que aprender a vivir. Incluso desde la fe cristiana no nos queda otro remedio que exclamar: “¡Hasta cuándo, Yahvé, seguirás olvidándome! ¡Hasta cuándo me esconderás la mirada! (Salmos, 12, 1).