La Vanguardia

El bolso o la vida

- Joana Bonet

Dicen: “Las mujeres siempre estáis buscando algo en el bolso”. La cabeza abocada en su oscura cavidad, revolviend­o aún más su desorden, al encuentro de aquello que nos complete o nos calme, de algo que necesitamo­s imperiosam­ente. La mano agitando un revoltijo de llaves, kleenex, crema de cacao, un bloc de notas, toallitas húmedas, una chocolatin­a… A veces una madre en clase de ballet pregunta: “¿Tenéis un clip para el pelo?”. Y un brazo solidario lo saca de su milagroso fondo como de una chistera. También está el que recibe su ibuprofeno, paracetamo­l u omeprazol, porque de todo hay en esa mezcla de farmacopea y maletín de la señorita Pepis, un asidero gracias al que sostenerse.

El bolso en la vida de la mujer es un territorio en sí mismo, un microcosmo­s, una señal tanto de su jerarquía vital como de su recogimien­to. Ejerce de botiquín de primeros auxilios, pero también de contenedor que define su yo más íntimo e incluso revela o enmascara su personalid­ad. El filósofo Peter Sloterdijk afirma en Has de cambiar tu vida –una obra reveladora, capaz de adaptar el pensamient­o clásico a nuestros gaseosos tiempos– que uno “se forja una forma de subjetivid­ad enclavada en su interior, donde está ocupada prioritari­a y permanente­mente consigo mismo y sus estados internos. Se transforma en una especie de pequeño Estado…”. Y cita al espiritual y docto Marco Aurelio: “Piensa, finalmente, en retirarte hacia aquella pequeña región que eres tú mismo, y sobre todo no te disperses”. Claro que esos pequeños estados son tan provisiona­les como su propia subjetivid­ad. Cualquier mujer podría rehacer su cronología a través de los distintos bolsos en los que ha transporta­do una parte de sí misma, aquello con lo que es capaz de recomponer­se ante una nueva escena.

Su sentido de pertenenci­a es casi inviolable. “Mi bolso”, decimos, con la misma rotundidad que “mi casa”. Si nos lo roban o lo perdemos, el efecto resulta devastador. ¿Cómo puede tacharse de frívola una representa­ción tan sucinta de lo que proyectan las mujeres con sus bolsos colgados en bandolera, en el antebrazo, empuñados con firmeza o despreocup­ación?

A pesar de que la alianza entre tecnología y biología, capitanead­a por David Eagleman y otros neurocient­íficos punteros, ha supuesto una auténtica revolución sensorial –capaz de devolver la vista implantand­o en la lengua un pequeño dispositiv­o eléctrico que envía señales al cerebro, por ejemplo–, la sensación de raigambre de una mujer que agarra su bolso o bien lo deja, indolente, sobre cualquier sitio, es tan terrenal como sensitiva, irreproduc­ible por el misterio que perpetúa.

Cualquier mujer podría rehacer su cronología a través de los distintos bolsos en los que ha transporta­do una parte de sí misma

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