El EI siembra el caos en las puertas de Damasco
Desbandada de refugiados palestinos de Yarmuk, en las afueras de la capital El papa Francisco reza por el fin de la persecución de los cristianos
Un soldado lampiño y atezado de brillante casco apunta con el kaláshnikov desde la mirilla de la garita, cubierta de sacos terreros, a una alquería, a sólo quinientos metros de distancia, en poder de los insurrectos. Es una avanzadilla del ejército sirio en medio de este paisaje de pobres casuchas desahuciadas entre rocas graníticas, florecillas silvestres blancas y amarillas –“la primavera ha venido y nadie sabe como ha sido”, escribió nuestro poeta– del poblado de Ain el Beida.
Hay otros puestos de vigilancia cerca de esta base de los guerrilleros islamistas del Frente al Nusra, a veinte kilómetros al sur de Damasco, no lejos de la antigua carretera hacia Deraa, donde empezase hace más de cuatro años la rebelión contra el régimen de Bashar el Asad.
El general al mando de la guarnición del cuartel de El Kisiua, centro de esta comarca turbulenta, me acompaña al volante de su deslucido automóvil para mostrarme algunos de los lugares conquistados a los rebeldes. El general es amable, atiende a mis preguntas, pero no me dice su nombre ni dónde nació. “Soy sirio y eso es todo”. Y continúa hablando de la situación militar de este frente de Damasco.
Cuando el ejército conquiste estas regiones del sur, podrá estrechar su cerco a los grupos rebeldes –a los “armados”, como dicen en la capital– del este del oasis de Guta, cuyo suelo –según cuentan– el profeta no quiso hollar porque era como un paraíso y Paraíso sólo hay uno.
En este frente estratégico combaten hombres de Al Nusra, de Jeidh el Aal, de la Brigada Yarmuk, del ejército de la Umma y, sobre todo en Deraa, del Ejercito Libre Sirio. Aunque el enemigo común es el contingente armado gubernamental, se enzarzan a veces en luchas intestinas, y a veces se ponen de acuerdo para aliar sus fuerzas.
El general detiene el automóvil ante una escuela dinamitada por los rebeldes y varias alquerías incendiadas recientemente. Su liberación ha permitido el regreso de los lugareños. Por estos caminos que a veces son un barrizal vuelven a desplazarse los colegiales, niños y niñas, con sus uniformes. El Estado nunca ha dejado de pagar los sueldos a sus maestros, a sus funcionarios públicos, aunque vivan en regiones sometidas a los rebeldes.
“Hay entre cuatro o cinco mil guerrilleros en esta región –explica–, la gran mayoría mercenarios procedentes de países tan distintos como Arabia Saudí, Pakistán o Alemania. Los terroristas wahabíes son los más peligrosos. Son mercenarios que reemplazan a otros mercenarios. Están bien armados y penetran a través de la frontera jordana. Es verdad que nuestro ejército no puede controlar todas las fronteras con Jordania, Iraq y Turquía; pero tampoco lo pueden hacer los soldados estadounidenses a lo largo de la línea divisoria con México”.
Las líneas del frente del sur de Damasco son diversas. La de Jobar es la más escandalosa, a sólo unos centenares de metros. Otra línea está a dos o tres kilómetros de barrios de la capital, como el antiguo barrio de Bab Tuma, con su laberinto de túneles, en cuya excavación ayudaron los palestinos de Hamas, y sus campos de minas. No hay día ni noche que no sobrevuele la ciudad algún avión sirio para bombardear a los insurrectos, ni que los insurrectos no provoquen explosiones en Damasco.
La capital no ha quedado dividida como pasó con Beirut durante los quince años de guerra civil, pero sí que hay zonas más seguras que otras, como las que están bajo autoridad gubernamental, y zonas más peligrosas donde los rebeldes atrincherados entre la población civil resisten con las armas y la ayuda de Arabia Saudí, Qatar y los Emiratos Árabes. Hay fuertes ataques militares lanzados para erradicarlos. Todos se han acostumbrado a este ambiente
EL GENERAL “La mayoría de los guerrilleros son mercenarios, y los peores, los wahabíes”
LÍNEAS DE BATALLA
Un frente está ya tocando la capital, y hay otros frentes a dos o tres kilómetros
LOS BARRIOS
Las paredes están llenas de fotografías de jóvenes muertos, “mártires del ejército”
bélico. Posiblemente una de las razones tácticas aducidas por las que el ejército no da la batalla final es para evitar una gran efusión de sangre –son zonas todavía habitadas– y no sufrir muchas víctimas entre sus filas.
Si bien el ejército está cohesionado, bien armado por Rusia y por Irán, y cuenta con expertos iraníes y aguerridos combatientes del Hizbulah libanés, en sus filas también hay soldados que se incorporaron antes de que comenzara la rebelión, en el 2011, luego convertida en guerra.
El barrio de Meze 86 se denomina así porque en sus colinas se había asentado un batallón antaño muy famoso. Son casas de construcción barata, encajonadas en las abruptas laderas, a cuyos pies se extiende la capital. Muchos de sus vecinos son militares de las fuerzas de seguridad o funcionarios y empleados públicos, a menudo oriundos de Karda- ha, en la montaña Alaiu, cuna de los Asad, a los que une la asaba
ya, el espíritu de cuerpo tan importante para entender su historia.
Abu Farhat, de la policía militar, tiene su modesto piso en este barrio, considerado uno de los más seguros de Damasco. En él se han hacinado en los dos últimos años más de cien mil personas, y no sólo alauíes, sino también suníes, kurdos y cristianos. En angostos y desnivelados solares, cuyo precio ha aumentado en un abrir y cerrar de ojos, se levantan nuevas viviendas.
“De qué sirve vivir en un barrio lujoso –me dice el militar– si una mujer no puede ir por la calle sin velo. En el 2013 estalló un automóvil trufado de explosivos en la puerta de mi edificio. Murieron seis vecinos. Dos eran humildes tenderos. También había una peluquera. Los restantes, transeúntes. Lo que siempre han que- rido los terroristas es acabar con las minorías, apropiarse de sus bienes. No se olvide lo que decían al principio: ‘Los alauíes, a la sepultura; los cristianos, a Beirut’. El mundo sólo se ha percatado de sus crímenes cuando degollaron a occidentales”.
Le acompaño por las callejuelas del barrio para ir a buscar a su hijo Elian a la escuela pública. En Siria la enseñanza primaria y secundaria y la sanidad son gratuitas, y el Estado mantiene sus subsidios a los precios del pan, de la harina, de la electricidad y del gasóleo. Mientras en los programas de las escuelas del Estado se estudian matemáticas, historia y lenguas extranjeras, y se ha dado a la enseñanza religiosa un valor más moral, ético y cívico, en las zonas sometidas a los yihadistas se suprimieron los idiomas, la filosofía y todo se concentra en el Corán, los hadits en la lengua coránica. Abu Farhat teme por el destino que se ha impuesto a estos otros niños de Siria.
Se ha reforzado el cordón de seguridad en torno al barrio. Recorriendo sus empinadas y desangeladas calles de modestas tiendas y viviendas, llaman la atención las fotografías innumerables de jóvenes muertos pegadas en las paredes. Son “los mártires de las fuerzas armadas caídos en la guerra contra los insurrectos”.
Los muros están embadurnados de esquelas, de pasquines del régimen y de grandes retratos del presidente y de su padre, Hafez el Asad, al que sucedió en aquel verano del 2000, el año de las promesas de una “primavera política” que nunca cumplió. No distingo ni una sola mezquita. Al fondo, domina desde una colina pelada el cuartel de la Cuarta Brigada –toda la capital está circundada de acuartelamientos– al mando del cual está Maher el Asad, hermano del presidente.