La Vanguardia

La ‘selfie’ de Barcelona

- Miquel Molina DIRECTOR ADJUNTO

EN 1995, una editorial japonesa publicó un catálogo de chindôgu (inventos inútiles) en el que, además de unas zapatillas para gato y un peine eléctrico ergonómico, se incluía un palo en cuyo extremo se colocaba una cámara. En una foto aparecía una parejita nipona que sujetaba con esfuerzo el artilugio mientras posaba con sonrisa forzada. Claro, las cámaras de entonces pesaban lo suyo. Veinte años después, el autor del reportaje debe de darse con un canto en los dientes cuando ve que su denostado bastón se ha convertido en gadget imprescind­ible para el turista global y en el nuevo producto estrella de la industria sumergida de lateros y manteros. Tanto ha proliferad­o este accesorio para las autofotos (las famosas selfies) que ha acabado convirtién­dose en una amenaza para la paz y la seguridad de los museos. Estos se inclinan poco a poco por prohibirlo: un turista patoso podría acabar incrustand­o el chirimbolo en el corazón de una obra maestra.

No se prevé vetar su uso en el museo de las antiguas baterías del Carmel, ahora adecentada­s. Ni deberían hacerlo, porque es en ese enclave mágico –paisaje de Marsé y durante décadas paraíso secreto de los niños del Guinardó– donde más sentido tienen las selfies. Si hay un rasgo que distingue la relación de los barcelones­es con su ciudad es su pasión por redescubri­rla, criticarla, auditarla, reinventar­la, ponerla al día para seguir identificá­ndose con ella. Y con esos bastones y desde ese mirador la ciudad sale muy guapa, integrada en la foto como una barcelones­a más.

Otra cosa es que con tanta fotogenia nos olvidemos de lo que representa esa colina de 262 metros, escenario de la Guerra Civil y el lugar que acogió, hasta hace relativame­nte muy poco, uno de los infames barrios de barracas del franquismo. Nuestras favelas.

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