27 de abril, 13 de mayo
El escritor Gabriel Magalhães analiza las diferencias entre la portuguesa Fátima y la catalana Montserrat: “Todo es más íntimo en Montserrat. Más susurrado. En Fátima, la gente se relaciona con la Virgen a lo lejos, diciéndole adiós con un pañuelo blanco cuando ella se desplaza en unas andas, moviéndose como un barquichuelo entre la muchedumbre. En el santuario catalán, al contrario, se puede dar la mano a la Señora”.
Fátima es como un estuario donde desemboca el gran río de la espiritualidad portuguesa. A los católicos cultos de Lusitania por lo general no les gusta esta historia de niños pastores que ven a la Virgen, que escuchan su mensaje con una música de fondo de ovejas balando. Salazar, nuestro dictador, no creía en Fátima. Yo sí creo. Pero, de acuerdo con las reglas del catolicismo, no es forzoso admitir estas apariciones de 1917, simétricamente opuestas a la revolución rusa: no constituyen un dogma.
Montserrat es otra cosa. Cuando uno se acerca a ese nido de águila de la espiritualidad catalana, ya las serranías están rezando una plegaria geológica. Llegar a la muntanya santa nos da la sensación de ser el vuelo de nosotros mismos. Sobre todo si uno viene flotando en el funicular, que genera silencios místicos en la mirada sorprendida de los turistas. Después, habiendo aterrizado en el santuario, empezamos a paladear el silencio, un silencio con ecos de voces, de este lugar suspendido en el aire.
Todo es más íntimo en Montserrat. Más susurrado. En Fátima, la gente se relaciona con la Virgen a lo lejos, diciéndole adiós con un pañuelo blanco cuando ella se desplaza en unas andas, moviéndose como un barquichuelo entre la muchedumbre. En el santuario catalán, al contrario, se puede dar la mano a la señora, casi como si la saludáramos a la inglesa, y siempre hay tiempo para zambullir nuestros ojos en el rostro egipcio de la Moreneta.
Debo a un gran amigo catalán el descu- brimiento de Montserrat. Durante mis años españoles, esta palabra era sencillamente un nombre de mujer más bien madura. Ahora sé que se trata del lugar donde la catalanidad se acerca a un proyecto de eternidad. No obstante, en mis contactos con los monjes, jamás he sentido ningún tipo de fundamentalismo nacional. Buscan sí la continuidad de las velas que llevan encendidas en el alma, y esta permanencia la construyen con un ritmo musical de rezos y campanas.
Son varios los amigos que me han conducido por el laberinto de la cultura catalana. A través de ellos, he leído a muchos autores, Joan Maragall, Vicens Vives, Ferrater Mora, Joan Sales, Ramon Llull, Narcís Oller, Josep Pla, Baltasar Porcel y otros más, primero en traducción española, después ya en la lengua original. El mundo catalán es una sorprendente mezcla de lo mejor de la edad media con lo mejor de la contemporaneidad, excelencias estas a las que hay que añadir un hueco, un boquete en la edad moderna.
Yo diría que Montserrat constituye el canto gregoriano que acompaña, sottovoce, el mundo catalán: el hilo que reúne las cuentas de la catalanidad. Pero ojo: hubo aquí abades de Castilla, mesetaria-mente vallisoletanos, y no por ello se perdió esta tarea de archivar el alma catalana. Uno, en Montserrat, se catalaniza con la misma naturalidad con la que se bebe un vaso de agua en una tarde de verano.
Gracias a la amable diligencia milimétrica del padre Ignasi Fossas conozco el mo- nasterio por dentro. El padre Ignasi es una de estas personas capaces de meter el mundo entero en una libreta de apuntes. La abadía diseña, en su interior, una sucesión de pasillos que se rezan, y de oraciones que son como pasillos invisibles caminados. Las comidas, exquisitamente sobrias, tienen una métrica de soneto renacentista.
Fátima es más dispersa: se basa en un vagabundeo de la fe, alimentado por los desheredados de este mundo, que serán siempre los grandes protagonistas del cristianismo. En Montserrat, las cosas se concentran: exactamente como las palabras del catalán ciñen con una gran precisión, a veces monosilábica, aquello que nombran. Quizá por ello la Virgen sostiene una bola, que es el cosmos en estado de esférica nitidez.
¿Para qué sirven estos sitios? Hay quien los usa, en tiempos de laicismo, para practicar deporte. Y hay quien los visita por motivos turísticos. No obstante, los creyentes suelen frecuentarlos para limpiar los ventanales del alma y pensar con claridad. Tengo un amigo que, cuando un avión despega, disfruta en su asiento de unos minutos de intensa lucidez que le permiten entender el sentido de su vida. Yo busco eso en Fátima, en Montserrat: estos santuarios son, para mí, aviones espirituales.
Y eso estuvimos buscando en el reciente coloquio de la revista Qüestions de Vida Cristiana. Organizada por la Fundación Joan Maragall y por la abadía, esta jornada reunió a varios especialistas: el tema fue la necesidad de reencontrar el alma de Europa. En sus intervenciones, Josep Carbonell y el abad Soler se refirieron a la dignidad del hombre, uno de los pilares de la sensibilidad europea.
Al día siguiente, visito al padre Joan Carles, que ha estado enfermo. Es un monje de mirada voladora, sonrisa suave y ojos tiernos, inteligentes, que también sonríen. Me impresiona mucho que, estando delicado de salud, su gran preocupación siga siendo la abadía: “Es un reto”, me comenta él sobre Montserrat. Con estas pocas palabras me está diciendo que es un desafío cotidiano: una lucha de cada momento. Y me doy cuenta de que esto es Catalunya: esta tensión. Esta voluntad de ser.
Todo es más íntimo en Montserrat, más susurrado; en Fátima, la gente se relaciona con la Virgen a lo lejos