Las turistas se merecen más
Acodadas en la incómoda barra del bohemio-burgués Ocaña de la plaza Reial de Barcelona, la noche del Viernes Santo, dos inglesas de buen ver y unos 50 años miraban a los tendidos. Me atrevo a escribir que se habían arreglado para gustar.
Y les dieron las doce y la una de la madrugada y ni un solo varón del país se acercó. Esperaban –y merecían– algo más de Barcelona, aunque fuese la cuadratura del círculo: el español ha dejado de tener hambre sexual, y sin hambre no surgen macarras, banderilleros ni campeones del peso welter.
Se fueron solas, y me quedé con ganas de disculparme en nombre de las generaciones de españoles que nos han precedidos, aunque ni mi amigo ni yo –los únicos con pinta ibérica entre la animada clientela que llenaba el local– hicimos nada porque entonces un grupo de turistas jóvenes, vestidas de verano y atomatadas por el sol, se habrían sentido injustamente discriminadas. –¡La culpa es de Trias! Si las extranjeras que tanto abundan en fechas vacacionales tuvieran derecho a votar, el Ayuntamiento de Barcelona ya habría instaurado un
Barcelona necesita un cuerpo cívico-cachondo que disimule que ya no hay hambre sexual
cuerpo de agentes cívico-cachondos, con deficiente dominio del inglés, contrastada virilidad y pinta de no haber madrugado en su vida cuyo cometido sería peinar los focos nocturnos del ocio guiri para que las turistas se vayan cortejadas, si así lo desean, y no se arreglen en vano.
Los poderes públicos tienen la obligación de cubrir aquellas necesidades sociales que la iniciativa privada no alcanza. Yo no podía dar el soplo a los amigos divorciados y chafarles un largo fin de semana con los hijos: bastante trabajo tenían procurando que no se rompieran la crisma mientras trataban de agotarles y demostrar que quizás fueran malos maridos, pero a buenos padres no les gana nadie.
Vale que España ha cambiado y Barcelona es una ciudad cool, donde los hombres ya no persiguen a las turistas sin pareja que nos visitan. Vale que el latin-lover es más antiguo que yo y se ha inmolado para limpiarnos la caspa o que en plena campaña electoral el alcalde de Barcelona no puede ir regalando más caramelos. Pero si Barcelona quiere mantenerse en la cumbre turística –como así deseo: esa noche cené en el hotel España, blues y una cena excelente por 25 euros, rodeado de turistas, ante la gran chimenea de mármol de Arnau y Jujol–, la Casa Gran tiene la obligación de no bajar la guardia y atender a las visitantes que aún creen que somos pasión, espíritu calavera y cuna de artistas del cortejo.
Eso sí, no vimos un papel en el suelo del Ocaña al Ascensor, próximo al Ayuntamiento, bar mayúsculo con botillería y carácter. ¡Qué limpieza en las calles! ¡Qué iluminación! Esto no sucede en Atenas, Nápoles o Estambul pero allí las dos señoras inglesas hubieran sido vitoreadas, agasajadas, y acaso amadas.