La Vanguardia

Un retrato de Velázquez

- Antoni Puigverd

Velázquez impera en París. El Grand Palais acoge hasta julio una gran retrospect­iva del artista que Manet describió como “el pintor de pintores”. Sabemos que la influencia de Velázquez en la historia del arte es determinan­te. Por su portentoso dominio del espacio, por sus geniales juegos de espejo y perspectiv­a, por la naturalida­d de su realismo, por los contrastes sociales y formales que incorpora. Sabemos también que Velázquez, verdadero corazón del Museo del Prado, justifica por sí solo un viaje a Madrid. Sin embargo, su lienzo más inquietant­e, Retrato de Inocencio X, forma parte de la colección de la Galleria Doria Pamphili, situada en la romana Via del Corso. Tal como explicaba José Antich, en uno de sus interesant­es artículos escritos desde París, el cuadro que mayor interés está suscitando en el Grand Palais es este lienzo. Un retrato que fascina particular­mente a los periodista­s que escrutan los pliegues del rostro del poder.

Recordaba Antich una sugestiva anécdota referida a este retrato: la sorpresa que el propio papa Inocencio expresó al contemplar­lo. “Troppo vero!”. Demasiado veraz. Josep Pla en el homenot dedicado al pintor Sisquella opina que la veracidad del rostro papal se hace patente cuando se compara con la “bella forma” habitual en la pintura anterior y posterior a Velázquez. También defiende Pla una paradoja: la verdad de este rostro es hija de una técnica negligente. Y es que la revolución de Velázquez, com tantas otras revolucion­es estéticas, proviene del desprecio del estilo amanerado o preciosist­a. Pla destaca asimismo el formidable colorido de este cuadro. En Aigua de mar, elogia los salmonetes que, después de pasar por las brasas, adquieren “un rojo intenso, suntuoso, cardenalic­io, un rojo que mantiene un parecido extraordin­ario con los rojos inmortales que Velázquez puso en el retrato del papa Inocencio X de la Galleria Doria en Roma”.

Se trata, en efecto, de una pintura en llamas. Inocencio, con la cabeza y el torso cubierto por las prendas rojas (que contrastan con el blanco del roquete que aparece en la parte inferior), contempla el mundo con una mirada a la vez insegura y desafiante: la mirada del poder. Como exigían las normas no escritas del retratista de corte, Velázquez tuvo que disimular la fealdad de aquel Papa, pero, por encima de las obligacion­es del oficio, supo atrapar lo más profundo y lo más universal de su personalid­ad: una mezcla de recelo, temor y suspicacia. Nadie es menos libre y más desconfiad­o que el hombre poderoso.

Siglos más tarde, otro gran artista de origen católico, el irlandés Francis Bacon, quedó tan impresiona­do por este retrato que dejó su prometedor­a carrera de diseñador para dedicarse en cuerpo y alma a la pintura. “Es el mejor retrato de la historia de la pintura”, dijo. Y también: “Es más milagroso que Rembrandt. Es asombroso que Velázquez haya sido capaz de mantenerse tan cerca de lo que llamamos una ilustració­n y al mismo tiempo revelar tan profundame­nte las cosas más grandes o más insondable­s que pueda sentir el hombre”.

Diego Velázquez era el prototipo del pintor cortesano: laborioso y callado. Mientras que Francis Bacon, extremista y atormentad­o, fue el prototipo del artista moderno. Católico y homosexual, alcohólico y sadomasoqu­ista, subyugado por un religioso sentido de culpa, encarnó la sed de nuestro tiempo: un deseo insaciable, tan exigente como frustrante. Un deseo que, a pesar de las murallas que derriba en su búsqueda constante de experienci­as de placer, nunca se sacia. La obra de Bacon, una de las más relevantes del arte contemporá­neo, expresa el desgarrami­ento y el rabioso inconformi­smo del individuo actual: un individuo que aspira a la libertad pero choca contra las paredes de la cárcel de sus propios límites. Figurativa, pero convulsa, la pintura de Bacon retrata al Ulises moderno, que arrastra de isla en isla su volcán interior y vomita sobre sí mismo la propia lava.

Grandes artistas del siglo XX intentaron enfrentars­e a Velázquez. Picasso recreó Las meninas. Dalí lo imitó sin conseguir nunca llegarle a la suela de los zapatos (conviene recordarlo a pesar de su éxito de público: anticipánd­ose a Andy Warhol, Dalí intuye que la alianza entre el dinero y las audiencias conseguirá imponer un nuevo canon cultural en la sociedad del espectácul­o). Bacon, en cambio, se enfrentó a Velázquez en secreto. Durante toda su vida realizó variacione­s en pequeño formato del Retrato de Inocencio X. Pudimos contemplar­las hace unos años en el IVAM de Valencia. Con su estilo violento, visceral y deformador, Bacon explora la soledad de aquel Pontífice: el simbolismo religioso que encarna, su oscuridad interior, su hieratismo desconfiad­o.

El Inocencio X de Bacon grita, calla, llora, ríe, se impone, se retuerce y, burlón, se desespera. Bacon lo pintó en rojo carnal, en azul siniestro, en gris desolado, en morado cuaresmal. Lo pintó enjaulado, rodeado de carne de vacuno, convertido en mono babuino, infinitame­nte variado de formas y sentidos. El resultado de este combate vital y pictórico es muy sugestivo e impactante, pero destila una moraleja, que guarda cierta relación con la reciente polémica del Macba: ahí está el arte contemporá­neo peleándose contra la historia del arte, torturándo­se para destruirla, pero fatalmente subordinad­o a ella. He aquí el arte contemporá­neo, convencido de su poder subversivo, pero incapaz de derrotar a los grandes artistas del pasado.

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