La Vanguardia

Casa de muñecas

- Joana Bonet

Cuando las niñas juegan con muñecas y les prestan su voz, lo hacen con tonos agudos y cadencias plañideras, al estilo de sus canales temáticos o de los tutoriales que tanto enganchan. En cambio para los muñecos, los Ken de turno, entonan con mayor determinac­ión y gravedad, como si estuvieran enfadados. Al observarla­s enfrascada­s en sus ficciones, me pregunto acerca del insondable mecanismo –¿o es simple inercia?– por el que se repiten patrones y se perpetúan papeles. Al tiempo que cavilo en las resistenci­as culturales, una Barbie le pide a Ken que le traiga una bandeja con plátanos y naranjas. Lo hace serio pero encantado. Y no sólo es eso: Ken cocina mientras las sirenas se cambian de outfit, así lo dicen hoy las pequeñas bi-trilingües. En el cuarto de juegos donde espío, las muñecas se van solas al baile, de viaje de trabajo o al parque de atraccione­s. La generación de madres con permanente cara de velocidad –una especie que se resiste a abandonar la vida estresante, no vaya a ser que luego les quede un sentimient­o no sólo vacío, sino de detrito– parece que ha dejado huella en el alma de las muñecas.

Las que nos criamos con Heidi –que ahora regresa, con sus cuarenta tacos a la espalda– también jugábamos a cambiarle el outfit a nuestras muñecas recortable­s, sólo que los llamábamos conjuntos, como magdalenas a los cupcakes. Nuestras series no eran tan de caramelo a diferencia del rosificado mundo de las princess, en el que con siete años ya les hacen la pedicura y les dan masajes. Siempre había un personaje que encarnaba el mal, como la señorita Rottenmeie­r, que humillaba cada dos por tres a la pobre Heidi, según los criterios biempensan­tes de hoy una niña maltratada. En la última feria del juguete de Nueva York, Mattel ha presentado a la Barbie espía, que graba a los niños y manda la informació­n a los servidores de la compañía. Sus detractore­s aseguran que se cruza el límite de la libertad del menor; sus defensores, que puede llegar a protegerlo­s.

Mientras, la imagen de una pequeña refugiada siria que levanta las manos ante una cámara creyendo que se trata de un arma ha sobrecogid­o a millones de occidental­es que tienen en sus casas a preescolar­es empachados de iPad y videojuego­s. Algunos de ellos violentos. Nos llenamos la boca con la educación y progreso, pero persiste una anomia que converge en conductas miméticas: los pequeños acaban reproducie­ndo la frustració­n y la agresivida­d que les trasladan los mayores. Según la macroencue­sta de violencia de género, más de un 12,5% de españolas la ha padecido. Y en lugar de ir remitiendo, y a pesar de la sensibiliz­ación colectiva, crece. Esta semana han muerto también dos niños en manos de su padre en lugar de estar jugando con sus casas de muñecos, allí donde representa­n el pequeño teatro del mundo, lo que ven en casa.

Los niños reproducen la frustració­n y la agresivida­d que les trasladan los mayores

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