La Vanguardia

Luján, recuperado

- Oriol Pi de Cabanyes

No tendría que extrañar que Néstor Luján, el gran periodista de la predemocra­cia, haya sido tan ninguneado en un país en el que la envidia suele alcanzar tan altas densidades y en que la mezquindad llega a borrar de las fotos –como hizo Stalin– a quien no se puede ni ver (por si hace sombra) y en el que “se constata que en la historia del periodismo” (y en la de las institucio­nes, o en la del arte, podríamos añadir nosotros, para mejor orientació­n del norte-sur de la ética profesiona­l) “abunda la ignorancia o el sectarismo (o ambas cosas a la vez)”, como apuntan Jordi Amat y Agustí Pons en el prólogo de La Barcelona dels tramvies i altres textos (Meteora).

“Nosotros pretendemo­s que su rostro y su obra vuelvan a aparecer en la fotografía”, declaran. Y es que parece mentira que, aunque Agustí Pons ya le dedicó una de sus grandes biografías, se haya podido escamotear tanto el papel de aquel pionero de un periodismo de denuncia (en lo que en los años cuarenta era posible) que sin duda repercutió en la creación del clima de descontent­o con la compañía de tranvías que estalló durante la huelga de usuarios de marzo de 1951. Pero es que Luján, liberal-conservado­r y puntal de Destino antes y después de la era Porcioles, “rompía los esquemas historiogr­áficos de cierta izquierda en unos años en que el mundo estaba dividido en dos mitades irreconcil­iables”. Buenos y malos, obvio.

Nacido en Mataró (en su opinión “el pueblo en el que hay más líos de tipo eclesiásti­co de la provincia”), Luján escribió –y ahora se rescatan en este libro, que presenta Xavier Trias– artículos de crítica municipal, frescos obituarios (Folch i Torres, Estelrich, Vicens Vives, Pujols, Pla...) y mordaces puntas secas de un dietario de unas pocas semanas de 1947 que hasta ahora quedó inédito. Y se entiende. De Riba dice, por ejemplo, que “es simplement­e un vanidoso intelectua­l, con bilis, envidia y un humor correoso”. De Sagarra, que “tiene una gran idea sobre sí mismo, pero desgraciad­amente es la única que tiene”. Otros damnificad­os, y a veces con saña, son Riquer, Galinsoga, Masoliver o González Ruano, ladrón de joyas a los judíos y confidente de la Gestapo.

Completan el volumen unos breves “Apuntes para una futura historia del premio Nadal”, con un buen retrato de Carmen Laforet y la sorprenden­te constataci­ón de que la corrupción, al parecer, no había alcanzado todavía a los grandes premios literarios. Del dietario puede destacarse esta nota del 25 de marzo de 1947: “Me decía José Pla que la última vez que vio a don Rafael Puget –su “señor de Barcelona”– estaba paralítico con el brazo izquierdo agarrotado y le dijo: ‘Por lo único que me duele estar imposibili­tado de movimiento es porque al morir no podré hacer así’, y esbozaba un limpio corte de mangas al mundo!”. ¡Ay, Señor!... También Miró quiso decir “Merda!” como última palabra, pero como bien sabían Sert y Dalí, la mierda y el oro se llegan a parecer bastante...

Se ha escamotead­o el papel de un pionero de un periodismo de denuncia

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