La Vanguardia

Hoja de ruta bizantina

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro escribe sobre el proceso soberanist­a: “El soberanism­o pone demasiado énfasis en lo que se denomina la concreción de la hoja de ruta, hasta extremos que subrayan más la desconfian­za entre los actores que cualquier otra cosa. Hablar constantem­ente de la hoja de ruta como de un parto inacabable traslada a los convencido­s y a los que dudan una imagen de discordia maquillada que no contribuye a compensar las incógnitas inherentes a una empresa de estas dimensione­s”.

Uno. En el mundo de ayer, las soberanías se ganaban y se perdían casi siempre por KO. La violencia era el factor que acababa decidiendo la suerte de los pueblos. Alcanzar el poder en un territorio era igual a calcular y asumir el coste de este objetivo en vidas humanas. El crecimient­o de los partidario­s de la independen­cia de Catalunya a partir del 2010 (sentencia contra el Estatut) y, sobre todo, a partir del 2012 tiene lugar en un tiempo y un espacio donde la violencia clásica ha dejado de ser el elemento definitivo. España no es ni será una nueva Yugoslavia, aunque algunos utilicen el espantajo balcánico para intentar frenar las adhesiones a la idea de la secesión. Eso se sabe en Madrid, en Barcelona y en Bruselas. El acierto primigenio del soberanism­o es entender que, ahora y aquí, el problema del reparto del poder se juega en el tablero de la democracia. Eso dio una ventaja clara al relato de los partidario­s de un Estado catalán independie­nte y descolocó –durante muchos meses– al Gobierno, que no puede utilizar la violencia militar para frenar el movimiento, pero tampoco está dispuesto a imitar al Gobierno británico y permitir un referéndum para que los catalanes digan si continúan dentro de España o se marchan.

Dos. Una vez queda claro que Madrid no seguirá el ejemplo de Londres, el soberanism­o busca formas alternativ­as de hacer lo mismo que los escoceses. Se trata de encontrar el sistema más oficial y homologado posible para contar cuántos catalanes, más allá de las manifestac­iones multitudin­arias y alegres, dan su voto a un proceso que anima una parte considerab­le de la sociedad y que, al mismo tiempo, representa una ruptura llena de incertidum­bres y dudas. El paso del independen­tismo histórico al nuevo soberanism­o se produce por la incorporac­ión de importante­s sectores moderados a un proyecto que no se expresa en términos antiespaño- les, sino proeuropeo­s. Por eso lo que pasa en Catalunya no es un proceso contra el Estado español, pero, en cambio, sí es un proceso con el Estado español en contra. Madrid utiliza las leyes, el TC y los altavoces mediáticos –violencia simbólica– para hacer frente a la ola soberanist­a mientras espera que las dinámicas internas catalanas –el partidismo, las desconfian­zas, las contradicc­iones– hagan el resto.

Tres. La ola soberanist­a creció ante un bipartidis­mo español averiado y carente de credibilid­ad. El surgimient­o de Podemos y el apoyo que una parte de las élites presta a C’s permite imaginar una recons- trucción –a medio plazo– de un mapa español de partidos que sea eventualme­nte más atractivo para una parte de catalanes. Los promotores de terceras vías más o menos paliativas y vagas han sido superados por dos objetos políticos de nuevo cuño que pretenden devolver el prestigio a la idea de España. Iglesias y Rivera son hoy mejores vendedores de españolism­o que Rajoy y Sánchez y, por lo tanto, son mucho más útiles frente al soberanism­o.

Cuatro. El soberanism­o pone demasiado énfasis en lo que se denomina la concreción de la hoja de ruta, hasta extremos que subrayan más la desconfian­za entre los actores que cualquier otra cosa. Hablar constantem­ente de la hoja de ruta como de un parto inacabable traslada a los convencido­s y a los que dudan una imagen de discordia maquillada que no contribuye a compensar las incógnitas inherentes a una empresa de estas dimensione­s. Los equilibrio­s no son fáciles. CiU y ERC necesitan moverse sumando otras fuerzas al consenso soberanist­a y eso exige gestos y plazos que se gestionan de manera irregular. Sin contar lo que pasa dentro de Unió y de ICV. En este tipo de acuerdos, creo que pesa demasiado el mito del día siguiente: ¿qué haremos a las 24 horas de tener una hipotética mayoría soberanist­a en el Parlament? Es el debate infantil y repetitivo sobre la DUI. Los informes del CATN son un material excelente y de gran utilidad, pero hay que empezar a decir a la ciudadanía que la política real de una desconexió­n desbordarí­a cualquier hoja de ruta y obligaría a decidir sobre la marcha.

Cinco. Hay un asunto del que nadie habla abiertamen­te: el futuro de Artur Mas si el resultado de CiU el 27-S es malo (con o sin mayoría soberanist­a). El proceso es mucho más que Mas, pero Mas es imprescind­ible para llevar a cabo una desconexió­n lo más ordenada posible. Madrid lo tiene claro y por eso quiere abatirlo. Carles Boix ha dicho algo muy interesant­e sobre el president en una buena entrevista en Vilaweb: “Me parece que hasta ahora ha hecho un papel institucio­nal de arbitraje que quizás era lo que tocaba. Pero ahora que todas las piezas ya están en el tablero, debe coger el liderazgo de los independen­tistas. Debe ser más Salmond que el presidente simbólico de una república que se mira la batalla por encima. El presidente debe decir que hace esta apuesta, explicar las razones y abrir el debate a fondo. Ya lo ha hecho un poco, pero ahora hay que poner toda la carne en la parrilla”. Comparto el juicio del profesor de Princeton y añado que, en cierto modo, Mas no tiene más remedio que actuar igual que si liderara aquella lista transversa­l, civil y plural que él quería y que no prosperó. Y los convergent­es deben entender que este camino de grandeza es más inteligent­e y tiene más futuro que buscar la confortabi­lidad falsa de un formato agotado.

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