La Vanguardia

Caballero doliente

- Imma Monsó

En la pradera alpina, la reportera trataba de dar más relieve a la noticia del día, aunque la noticia ya era por sí misma asombrosa: el copiloto había estrellado voluntaria­mente el avión. El día anterior, desde esta misma pradera, ya nos habían contado que las familias “necesitaba­n saber la causa de lo sucedido”, y que varios equipos de psicólogos habían acudido en su ayuda para combatir los efectos de la incertidum­bre. Pero ahora que ya se sabía que había un culpable, las familias necesitarí­an aún más ayuda psicológic­a, y lo decía con tal brío que incluso visualicé la nube de terapeutas (tal vez ya se habían ido), dando media vuelta y volando cual bandada de ángeles de nuevo rumbo al lugar de los hechos... Y es que todo en la cobertura mediática de las catástrofe­s es últimament­e tan histriónic­o, impactante, llamativo que, días después, cuando ya nadie habla del asunto y sólo los afectados por la tragedia siguen desolados, a muchos nos deja un regusto amargo. Diría que de todas los profesione­s que interviene­n alrededor de estos sucesos, la que queda peor parada es la nuestra, en concreto la de quienes comunican o comentan los hechos en directo. Es una tarea difícil, pues el trasfondo morboso está servido, pero podría hacerse con más elegancia, más delicadeza y más tino: era enervante, sin ir más lejos, escuchar las preguntas tras la rueda de prensa del fiscal de Marsella (que estuvo impecable): periodista­s de todas las nacionalid­ades formularon tantas preguntas bobas que el hombre no tuvo más remedio que recurrir a la ironía.

Pero volvamos a la reportera del prado. Su obligación era ahora encontrar a un familiar que estuviera a la altura de lo impactante de la noticia, idealmente alguien capaz de expresar con intensidad su estupefacc­ión o incluso sus ansias de venganza... En su lugar, pilló a todo un caballero. Era un hombre cuya primera mujer, hija y nieta habían muerto en el siniestro. “¿Y usted, qué siente al saber que el piloto ha estrellado voluntaria­mente el avión?”, preguntó ella. “A mí me importa un bledo”, respondió (quizá no dijo exactament­e “bledo”, pero la idea era esa). “A mí nadie me va a devolver lo que he perdido”. Lo que, en cambio, le afectaba hasta las lágrimas era ver grandeza de espíritu a su alrededor: en los profesiona­les que ayudaban, en el duro trabajo de quienes recogían los restos del naufragio, en los empleados de Lufthansa... El retrato del caballero doliente, hombre tranquilo y desprovist­o de resentimie­nto, se erige en medio del circo de excitación morbosa y repeticion­es tediosas de la cobertura mediática como un recuerdo agradable que nos salva del ridículo.

Su obligación era localizar a un familiar que estuviera a la altura del impacto de la noticia

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