Caballero doliente
En la pradera alpina, la reportera trataba de dar más relieve a la noticia del día, aunque la noticia ya era por sí misma asombrosa: el copiloto había estrellado voluntariamente el avión. El día anterior, desde esta misma pradera, ya nos habían contado que las familias “necesitaban saber la causa de lo sucedido”, y que varios equipos de psicólogos habían acudido en su ayuda para combatir los efectos de la incertidumbre. Pero ahora que ya se sabía que había un culpable, las familias necesitarían aún más ayuda psicológica, y lo decía con tal brío que incluso visualicé la nube de terapeutas (tal vez ya se habían ido), dando media vuelta y volando cual bandada de ángeles de nuevo rumbo al lugar de los hechos... Y es que todo en la cobertura mediática de las catástrofes es últimamente tan histriónico, impactante, llamativo que, días después, cuando ya nadie habla del asunto y sólo los afectados por la tragedia siguen desolados, a muchos nos deja un regusto amargo. Diría que de todas los profesiones que intervienen alrededor de estos sucesos, la que queda peor parada es la nuestra, en concreto la de quienes comunican o comentan los hechos en directo. Es una tarea difícil, pues el trasfondo morboso está servido, pero podría hacerse con más elegancia, más delicadeza y más tino: era enervante, sin ir más lejos, escuchar las preguntas tras la rueda de prensa del fiscal de Marsella (que estuvo impecable): periodistas de todas las nacionalidades formularon tantas preguntas bobas que el hombre no tuvo más remedio que recurrir a la ironía.
Pero volvamos a la reportera del prado. Su obligación era ahora encontrar a un familiar que estuviera a la altura de lo impactante de la noticia, idealmente alguien capaz de expresar con intensidad su estupefacción o incluso sus ansias de venganza... En su lugar, pilló a todo un caballero. Era un hombre cuya primera mujer, hija y nieta habían muerto en el siniestro. “¿Y usted, qué siente al saber que el piloto ha estrellado voluntariamente el avión?”, preguntó ella. “A mí me importa un bledo”, respondió (quizá no dijo exactamente “bledo”, pero la idea era esa). “A mí nadie me va a devolver lo que he perdido”. Lo que, en cambio, le afectaba hasta las lágrimas era ver grandeza de espíritu a su alrededor: en los profesionales que ayudaban, en el duro trabajo de quienes recogían los restos del naufragio, en los empleados de Lufthansa... El retrato del caballero doliente, hombre tranquilo y desprovisto de resentimiento, se erige en medio del circo de excitación morbosa y repeticiones tediosas de la cobertura mediática como un recuerdo agradable que nos salva del ridículo.
Su obligación era localizar a un familiar que estuviera a la altura del impacto de la noticia