Frente al espejo
Quién soy yo?”. La pregunta puede parecer trillada: creemos que es universal y eterna, pero es falso. Requiere, para empezar, que el pensamiento se piense a sí mismo, y eso no siempre ha ocurrido: los pueblos primitivos no tienen palabras como pensar, creer, sentirse… Es necesario también que haya yoes, es decir, individuos distintos entre sí, no simples miembros, intercambiables, de una tribu, sexo o casta. “¿Quién soy yo?” es un interrogante que ha aparecido bastante tarde en la historia, y se ha extendido poco a poco y de forma muy irregular: antes en las clases altas que en las bajas, más en ciertas religiones (protestantismo) que en otras (islam), y en los hombres mucho más que en las mujeres, como explica Almudena Hernando en un ensayo lu- minoso, La fantasía de la individualidad.
El mejor lugar para preguntarse por la propia identidad es, claro está, a solas frente al espejo. Por eso no es de extrañar que los cuadros de la exposición titulada Nacimiento de lo íntimo que exhibe actualmente el Museo Marmottan de París ( Naissance de l’intime, hasta el 5 de julio), representen sobre todo personajes en cuartos de baño. Pues a medida que los individuos se desligan del grupo, la arquitectura lo refleja, y van apareciendo los dormitorios para uno, los despachos, los baños con pestillo, lejos de la promiscuidad de las termas romanas o medievales.
Hasta aquí, todo muy coherente, y una exposición tan bella (con cuadros de Durero, Boucher, Monet, Degas, ToulouseLautrec…) como instructiva. Ahora bien: ¿por qué en casi todos los cuadros apare- cen mujeres, y no hombres? ¿Tal vez porque el baño ofrece un pretexto para pintar desnudos femeninos (atractivos para los artistas, casi todos varones)? No sólo. Es significativo que tanto como la mujer que se baña o se mira al espejo fascine otra figura, frecuentísima en la pintura occidental: la lectora. La explicación, supongo, es que en un arte masculino que trata a la mujer como un objeto bello, digno de pintarse al mismo título que un jardín, un bodegón o un claro de luna, el hecho de que esos objetos tengan alma, vida interior, identidad, los hace interesantes. Esas mujeres que se preguntan “¿Quién soy yo?”, mirándose en el espejo o buscando modelos en los personajes de novela, fascinan –e inquietan– como fascinaría ver a un bodegón cerrar la puerta porque quiere estar solo.