La Vanguardia

El éxito es innovar

- Jordi Balló

Para un canal privado que centra su estrategia en el beneficio económico, programar en una misma noche los dos filmes que han generado más ingresos en toda la historia del cine debe significar el éxtasis de los sueños más húmedos. Avatar (mostrada en una primera parte) y después Titanic (también segmentada) constituye­ron La noche de James Cameron que Telecinco emitió este pasado miércoles, en un encadenami­ento insuperabl­e de lo que se puede entender como el éxito popular y universal en el cine traspasado en la televisión. Pero justamente por ese carácter estadístic­amente indiscutib­le, es necesario fijarnos en la naturaleza de estos dos filmes que fusionan el gran espectácul­o y la intimidad, y darnos cuenta de que son el resultado de una apuesta por el riesgo, por la desmesura y por la innovación. Dos filmes que podrían haber sido catastrófi­cos, en el doble sentido, argumental y de producción, y de los que Cameron emergió victorioso.

Se suele pensar que el éxito comercial en el mundo audiovisua­l se consigue dando al espectador lo que ya espera, lo conocido. Sobre este principio se organizan muchas parrillas televisiva­s y se dejan de lado muchos proyectos innovadore­s, alegando que “no es lo que el público reclama” o “no es lo que el público está acostumbra­do” o en último término recurriend­o al “está muy bien, pero no es para nosotros”. Y estas excusas no sólo se utilizan en las cadenas privadas, sino también muchas veces en las públicas. Pero sabemos que sólo cuando se rompe la norma y se ofrece algo inesperado se produce el entusiasmo fértil y contagioso, que es lo que ahora mismo está pasando en TVE con la serie El ministerio del tiempo. Es aquí donde el ejemplo de Cameron nos puede servir de referente, porque los dos filmes (partidos, eso sí) que se presentaro­n el miércoles en Telecinco combinan argumentos clásicos con un lenguaje visual que de alguna manera los

‘Avatar’ y ‘Titanic’ combinan argumentos clásicos con un lenguaje visual que de alguna manera los contradice

contradice, y de ahí surge un principio de experiment­ación y sorpresa. Titanic es una simple historia de amor órfica, una pareja impetuosa que contravien­e las reglas y que se manifiesta en el territorio de los muertos. Desde el rescate de los escombros del barco hundido del inicio del filme entendemos que lo que veremos es un territorio de fantasmas, una pasión de amor perdido atravesada por la desmesura del decorado, un mar y un barco tan lujosos como fúnebres. Coppola ya había intentado este mismo sentido del desequilib­rio entre argumento y decorado en Corazonada, un filme bellísimo, precursor, que lo hundió económicam­ente. Por su parte, Avatar es una puesta al día tecnológic­a del argumento mesiánico: una tierra prometida en peligro por la invasión de los terrícolas que serán salvados por un héroe que se cambia de bando. Pero aquí no se trata de preservar una pequeña comunidad como ocurría en muchos westerns, sino casi un planeta entero, toda una forma de vida.

Nos podemos tomar esta noche temática como una apoteosis del comercio y punto. Pero también nos la podemos apropiar como una victoria del experiment­o, en la frontera entre el éxito y el fracaso. Un punto de vista quizás más productivo para otros autores independie­ntes.

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