Quién merece el nombre de ciudadano
Parece que en estos últimos años, entre otras causas por el rigor de la crisis económica, se nos ha enfriado aquel amor candente por la democracia que habíamos tenido en sus inicios. Estamos viviendo una democracia que no resuelve problemas urgentes, que amplifica ciertas diferencias sociales, que no proporciona trabajo a ciudadanos desvalidos e impotentes. Nos movemos en una democracia que se ha vuelto distante y a menudo incomprensible para un gran contingente de personas. Salvando, y al mismo tiempo alabando, todas las acciones de buena fe y de generosidad de entidades y de agentes indivi- duales del voluntariado, no estamos contentos de esta sociedad nuestra, de cómo se comporta hacia hombres y mujeres vulnerables, de cómo la frivolidad y la insensatez dominan a menudo sobre la seriedad y el juicio. Y es que quizás entre todos estamos consintiendo una democracia degradada.
Por eso, al estallar el deseo de acceder a un Estado propio para Catalunya, surge simultáneamente el anhelo de construir un país nuevo, o cuando menos profundamente renovado, a partir de nuevas actitudes de sus ciudadanos: más implicadas, más solidarias, más dispuestas a colaborar en aquello que es común, en los proyectos colectivos. Así se comportaban los que, de acuerdo con el criterio de los clásicos griegos, merecían el nombre de ciudadanos, en contraposición a los idiotas, que sólo se ocupaban de sus asuntos y no eran capaces de entender que su bienestar no era posible prescindiendo de la comunidad donde vivían.
Además de ambicionar la realización de un país nuevo, surge la aspiración de muchos de engendrar en Catalunya una democracia genuina, que quiere decir una democracia que evite el divorcio entre políticos y ciudadanos y que neutralice de forma implacable los abusos de poder y los actos de corrupción. Y que significa establecer en nuestro país una clara mejora de la democracia representativa, introduciendo mecanismos de participación directa de los ciudadanos en asuntos de trascendencia. Para que la ciudadanía recupere la confianza en los políticos, el ejercicio de la política –como explica el profesor Quim Brugué en Ciutadans i qualitat democràtica (Fundación Esplai)– debe articularse en torno a un proyecto moral que permita soñar que un mundo mejor es posible. En otras palabras: una política vinculada a las exigencias de la ética, cuyo objetivo sea lo que es bueno y justo para la comunidad. En tiempo de crisis del espíritu, hay que recurrir a la utopía, que no es aquello imposible, sino lo que aún no existe.