Del romancero a ‘The walking dead’
Nadie ha reflejado mejor que un poeta medieval anónimo la crueldad de las ballestas, un arma ahora de moda gracias a películas y teleseries de éxito
Conviene no olvidar que el protagonista de la tragedia es menor de edad: una televisión mostró ayer su cuenta de Facebook sin tapar su nombre y apellidos. Este verdugo y víctima a la vez dejó patente en las redes sociales su devoción por las películas de terror y teleseries de éxito. Una de sus favoritas es The walking dead, uno de cuyos personajes más carismáticos, Daryl Dixon, lucha contra los muertos vivientes con una ballesta. En la serie han salido dos modelos, muy parecidos a las marcas Horton Scout y Stryker Strykezone.
Robert Kirkman, el guionista del cómic en que se basa la teleserie, no usa casi nunca la palabra zombi, sino caminantes. Curiosamente así se refiere a los no muertos (“caminantes blancos”) George R. R. Martin en su novela río,
Canción de hielo y fuego. Las ballestas también tienen un gran protagonismo en la obra y en su adaptación televisiva, Juego de
tronos. El momento cumbre de la cuarta temporada se produjo cuando Tyrion Lannister mató a su padre con un venablo. Las ballestas y sus hermanos pe
queños, los arcos, viven una edad de oro gracias a teleseries, películas y franquicias de éxito, como
Los juegos del hambre, en la que la protagonista es una moderna Robin Hood que lucha contra los poderosos para liberar a los oprimidos. Durante años, los indios de las grandes llanuras tuvieron el monopolio de los arcos en Hollywood, que homogeneizó todas las tribus y obvió que no todos los indios lucían penachos de plumas y que ni siquiera todos usaban arcos. De hecho, los franceses bautizaron a un pueblo lakota como los indios sin ar- co. Pero incluso los productos más insulsos de la industria del cine dejan hoy claras las diferencias entre los arcos y las ballestas, entre las flechas y los venablos. Es difícil sobrevivir a un flechazo a corta distancia. A un venablo, casi imposible. El general Marbot, que participó en la invasión napoleónica de Rusia en 1812, también conocía las diferencias entre una arma y otra. En su biografía ( Mémoires du général baron de Marbot), se congratuló de que los exóticos jinetes que acompañaron al ejército ruso en 1814, cuando el zar devolvió la visita a Napoleón, utilizaran “arcos, y no ballestas”.
Los arcos y las ballestas, una evolución de las máquinas de guerra para intentar frenar a la caballería pesada y traspasar las armaduras, tienen una gran fuerza simbólica en la literatura. Algo de eso intuía sin duda el menor del instituto de Navas, que acudió a su macabra cita con una ballesta, aunque no apretara el gatillo. Es como si desde el pri- mer momento hubiera querido dejar claro que estaba dispuesto a matar, como el protagonista de una película desasosegante, Tenemos que hablar de Kevin, del 2011, basada en la novela homónima de Lionel Shriver, que también narra una matanza escolar a flechazos. Paradójicamente, otros escritores han recurrido habitualmente a los venablos y las flechas con una intención radicalmente distinta. “Flecha de fe, saeta de esperanza”, dice un famoso poema de Gerardo Diego ( El ci
prés de Silos), que habla de estas armas como una metáfora del afán de los seres humanos por trascender, por ir más allá. Mucho más brutal es la imagen litera- ria asociada a los cuchillos en poesía. Miguel Hernández se refiere a la herida de una arma blanca como el “triste nido” de “un carnívoro cuchillo”. Y Blas de Otero rozó la genialidad de la aliteración y las resonancias cuando habló de “un cuchillo chillando”. La reiteración de los sonidos ll y ch crea en la mente la visión de una herida. Pero también ha habido creadores que han querido resaltar la crueldad de las armas arrojadizas. Pocos han conseguido un grado tal de perfección como el anónimo compositor del Romance del prisionero.
Ninguna obra resume con tanta contundencia la fuerza de esta arma como los cuatro versos finales del poema. El Prisionero, como también se denomina, es una de las joyas más conocidas del Romancero viejo, cuyas composiciones se crearon entre los siglos XIV y XV. La mayoría de los romances narran historias amorosas y tienen una historia apasionante, como descubrieron las generaciones de estudiantes que tuvieron la fortuna de asistir a las clases del profesor Martí de Riquer. Estos versos, sin embargo, constituyen el monólogo de un reo del que no sabemos casi nada.
El lector del romance (o el público que asistía embelesado a las actuaciones de los juglares, que lo recitaban de pueblo en pueblo durante la edad media) ignora por qué está preso. Sólo descubre que el protagonista se queja porque en su oscuro encierro no sabe cuándo es de día ni cuándo de noche, “sino por una avecilla / que me cantaba al albor. / Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón”. La imagen de una avecilla traspasada por un venablo es de una elocuencia insuperable, difícilmente aceptable. Imaginar el cuerpo de un pajarito prácticamente volatilizado por el impacto de un venablo es tan difícil de encajar como la noticia de un niño de 13 años que un día decidió ir a su instituto con una ballesta y un cuchillo y dejó tras de sí muchas dudas y un muerto y cuatro heridos.
Que el menor tuviera venablos, aunque no los disparase, revela su intención de matar
‘Tenemos que hablar de Kevin’ y ‘Los juegos del hambre’, películas con arcos