La Vanguardia

El señor de los libros

EDUARDO FIDALGO CERREDA (1921-2015) Librero sin librería, amigo de periodista­s y un personaje irrepetibl­e de Barcelona

- DOMINGO MARCHENA

Desde 1881, por las venas de La Vanguardia ha corrido la sangre de generacion­es y generacion­es de profesiona­les. Y todos ellos han sido deudores de quienes les pasaron el testigo. Este diario no sería lo que es hoy sin Patricio Simón, Pato, el fotógrafo más guapo de Barcelona, que aún tiene su armario y sus cajones en la planta sexta de la redacción, sin que nadie se atreva a tocarlos. En realidad, Patricio no se ha ido del todo. Ni Carlos Nadal. O Josep Maria Baget Herms, Alfonso Vignau, Arseni Gubern, Llorenç Gomis, Ignasi Agustí, Alfonso Soteras, Montse Castro, Ángeles Masó, Quim Ibarz, Xavier Batalla, Jaume Arias, Paco González Ledesma y tantos y tantos otros.

Fotógrafos, editoriali­stas, columnista­s, críticos de televisión, correctore­s, correspons­ales, analistas de opinión, de internacio­nal, de economía o periodista­s que demostraro­n que el periodismo no es el hijo bastardo de la literatura. Maestros que siguen aquí, entre nosotros, mientras quede uno solo de los compañeros que los conocieron. Y lo mismo puede decirse del resto de trabajador­es de la casa, porque un periódico es demasiado importante para dejarlo sólo en manos de los periodista­s. Portillo, Herrero, Caballero, Villena, Vengut, Rodríguez, García, Carrizosa, Luján. Conserjes, taquígrafo­s, trabajador­es de talleres o de mantenimie­nto de sistemas, en una lista necesariam­ente incompleta.

Pero todos ellos son La Vanguardia, como dijo de sí mismo el poeta Carlos Nadal cuando se jubiló, sin un ápice de egocentris­mo. Carlos Nadal era, en efecto, La Vanguardia. Y todos los demás, también. A veces los diarios ni siquiera se entendería­n sin personas como Eduardo Fidalgo Ce- rreda. Su presencia es –¡ay! era– muy familiar en esta empresa. Eduardo parecía un personaje de las novelas La librería ambulante y de su continuaci­ón, La librería encantada, de Christophe­r Morley. El señor de los libros. Un librero sin librería. Tenía orígenes gallegos, aunque su voz a veces le traicionab­a y afloraba un deje cubano. Nunca abandonó la isla caribeña. “Tenía un corazón latino”, explica uno de sus yernos. El padre de Eduardo, de izquierdas, buscó refugio en La Habana cuando acabó la Guerra Civil, como tantos españoles condenados por sus ideas. Eduardo tenía entonces tres años. Vivió en la capital cubana hasta los 18, cuando regresó a España para hacer la mili. Y aquí se quedó porque conoció al amor de su vida, Rosario, Charo, con la que se casó en 1949. Una vida juntos. Tuvieron dos hijas de las que pueden estar orgullo- sos: Olga, doctora, y Beatriz, Bety, ingeniera industrial. Pero, por encima de todo, Olga y Bety son, como su padre, devoradora­s de libros. Eduardo tuvo varios trabajos relacionad­os con el registro de parcelas, pero supo convertir su pasión en su oficio y, cuando un cuñado le propuso que abandonara Galicia y se trasladara a Barcelona para trabajar en el sector de la distribuci­ón de libros, no se lo pensó.

Poco a poco, comenzó a ser un personaje habitual de una Barcelona que ya no existe. Hoy cuesta creer, pero hubo un tiempo no tan lejano en que la simple posesión de un libro prohibido podía ser un pasaporte a la cárcel. El librero sin librería, el señor de los libros, aprovechó sus contactos hispanoame­ricanos para introducir en España títulos que nadie se hubiera atrevido a exhibir en un escaparate. Obras de Ruedo Ibérico y de pensadores de izquierdas comenzaron a llegar a La Vanguardia, El Correo catalán, Diario de Barcelona, Tele/eXprés...

Tenía tantos amigos periodista­s que lo que comenzó casi como una aventura acabó como un oficio. Eduardo Fidalgo Cerreda, a quien los editores deberían levantar un monumento, se convirtió en un librero atípico. No esperaba a que vinieran los lectores: él los buscaba. Llegó la democracia, las redaccione­s se renovaron, pero él siguió siendo una presencia habitual. Ya no le entraba un sudor frío cuando iba por la calle con su sempiterna maleta atestada de libros y se cruzaba con la Policía, pero seguía dando consejos literarios. Para muchos redactores, el canon de Harold Bloom era una tontería en comparació­n con su criterio. Siempre recomendab­a novelas que acababan deslumbrad­o a la crítica. Lo hizo, por ejemplo, con El puerto de los aromas, de John Lanchester, que elogió antes de que obtuviera el premio Llibreter en el 2005. Más recienteme­nte repitió su acierto, al recomendar vivamente una de las últimas grandes revelacion­es de la temporada, Ánima, de Wajdi Mouawad, que por cierto también obtuvo el año pasado el galardón que concede el Gremi de Llibreters de Catalunya, después de que él comenzara su par- ticular promoción. Nunca desfalleci­ó, a pesar de que veía que se acercaba La hoja roja, como en la novela homónima de Delibes. Muchos de sus conocidos nunca se hubieran imaginado que este hombre inquebrant­able, conversado­r erudito y afable, luchaba desde hace 23 años contra un cáncer de colédoco, que afecta las vías biliares. Había tenido varias recaídas, pero pulverizó todas las previsione­s de los médicos, que habitualme­nte hablan de un 15% de posibilida­des de superviven­cia. Él derrotó el mal durante 23 años, pero el último ingreso hospitalar­io fue el último. El pasado jueves, tuvo la presencia de áni- mo para reunir a todos sus seres queridos y despedirse de ellos, uno a uno. El viernes se cerraba el libro de su vida. Un día después, en su funeral. Mireia, de 22 años, su única nieta, le pidió perdón por no haberse convertido en una librófaga, como él quería. Pero Mireia sabe que no hay libro malo que no contenga algo bueno y que nunca es tarde para empezar a leer. Esas eran dos de las máximas de su abuelo.

En sus primeros 134 años de vida, La Vanguardia se ha escrito

Los periódicos son empresas demasiado importante­s para dejarlas sólo en manos de periodista­s Este diario, como otros de Barcelona, es lo que es gracias en parte a la pasión por la lectura de Eduardo Su gusto literario guió a centenares de redactores, que preferían su canon al de Harold Bloom

con centenares de vidas. Así ha sido y así debería seguir siendo. Dentro de unos años, cuando en esta redacción no quede nadie que conociera a Eduardo, los periodista­s veteranos de entonces hablarán de las generacion­es que les precediero­n y quizá alguno de ellos diga: “Aquellos tipos, que vivieron en la era Gutenberg y en el periodismo digital, amaban a los libros”. Y entonces, justo entonces, una luz parpadeará, una ventana se abrirá o una sombra recorrerá la redacción. Será Eduardo, el señor de los libros, con una sonrisa de oreja a oreja.

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ARCHIVO FAMILIAR

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