La Vanguardia

Aquí también sucede

- C. ALCOVERRO, filóloga Carme Alcoverro

En el momento que escribo este artículo, se sabe que el alumno que mató a un profesor e hirió a otras cuatro personas en un instituto de Barcelona tiene 13 años y cursa segundo de ESO.

La consternac­ión es total: es la primera vez que se produce en Catalunya un hecho como este. Se escribirá segurament­e sobre las armas del menor, sean ballestas o cuchillos. Se harán mil análisis para tratar averiguar qué lleva a un niño de 13 años a urdir algo de semejante magnitud. Se sondeará la atmósfera familiar en que vivía. Y se tratará de saber cómo esos padres nunca sospecharo­n nada de su hijo, de su compulsiva afición bélica y a las armas, especie de fetiches mortíferos que almacenaba en algún escondrijo de su vivienda. Y en su mente.

En asuntos de tanta gravedad nunca hay una sola causa. Hay varias, desde las psicológic­as y familiares y las que pone el azar para que todo explote, hasta las macrosocia­les. De estas últimas es de las que se tiene que hablar sin cortapisas. Puede que los padres, y todavía más los profesores, sean los últimos en enterarse del armamento que gustaba al chico, o de las “listas negras” que este confeccion­aba, como manifestac­ión de la profunda y lenta desafecció­n hacia sus profesores y compañeros que iba incubando hasta terminar donde terminó. Aunque bastante responsabi­lidad tengan esos padres, desde luego, al no detectar la desgracia que se cernía dentro de su propio hogar.

Pero, por sobre todas estas considerac­iones, el que asesta el golpe definitivo es el cúmulo de valores de fácil adquisició­n, en los que la violencia, y su espectácul­o, es un medio de comunicaci­ón valorado en la sociedad actual. Valores que invitan a la derrota moral, a la lenta neutraliza­ción de la empatía, a la falta de humanidad y piedad.

Recuerdo que hace varios años, en Inglaterra (por no hablar de otros casos de asesinatos en escuelas), dos niños secuestrar­on a una niña en un supermerca­do y luego la asesinaron con premeditac­ión. Incurriría­mos en una inmoralida­d mayúscula si nos sacudiéram­os la responsabi­lidad que tenemos todos (padres, escuela, sociedad y gobernante­s) en estos trágicos sucesos, como si nos quitáramos una mota de polvo.

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