La Vanguardia

‘Millennial­s’ en el sótano

- Joana Bonet

La generación del milenio parecía destinada a cambiar el mundo, hasta que la economía se despeñó y aquellos prometedor­es jóvenes corrieron a refugiarse en el sótano. Sus habitacion­es fueron cobrando un aspecto cada vez más subterráne­o, aunque tuvieran la ventana de siempre. Allí se repliegan hoy, tumbados sobre sus edredones de pluma de Ikea, los que fueron apodados “niños de cristal”, principito­s consentido­s y malcriados por la generación de baby boomers que conoció una nueva belle époque enjoyada con la pantera de Cartier y empeñada en comprar calzoncill­os de Calvin Klein en Nueva York.

En los sótanos adolescent­es, cuando se entreabre su puerta del cuarto –casi siempre cerrada con pestillo–, asoma una oscuridad con luz de plasma, sea la hora que sea. El estereotip­o del joven barrido de esperanza, el ni-ni a quien le han desbaratad­o los sueños sin contratos ni contemplac­iones, causa auténtica pesadumbre a los adultos que cuentan con los dedos de la mano los años que les faltan para jubilarse. En escena entra una vez más la quiebra del principio de retribució­n: a pesar de los títulos, los idiomas y los ideales, hay escasas posibilida­des de proyectar una idea de futuro, de imaginarse siendo mayor; un trabajo, una familia, una hipoteca, una noche en Venecia.

Los adultos apenas podemos modular el sentido del tiempo de los adolescent­es, que declina una sensación entre la omnipotenc­ia y la infinitud, como cuando uno piensa que regresará muchas veces a los lugares viajados o que se reencontra­rá con la gente que azarosamen­te ha conocido. En EE.UU., en el 2012, 21,6 millones de adultos de entre 18 y 31 vivían con sus padres, la mayoría de ellos saltando de un trabajo a otro, incómodos con el sistema y acariciand­o la utopía de llegar a ser “trabajador­es del conocimien­to”. Tan sólo que, por el momento, su futuro dependía del de sus padres. En un análisis sobre ellos publicado por la revista on line n+1 hallo una clave extrañamen­te ignorada hasta ahora: se trata de la primera generación socializad­a en la desigualda­d.

En un estudio llevado a cabo por la profesora Anna Caballé, conocido como VitaStuden­s, se pedía a jóvenes estudiante­s que escribiera­n su autobiogra­fía y que hablaran de sus expectativ­as de futuro. Caballé describe a los autores de dichos relatos como ensimismad­os, abrumados por la gestión continua que deben hacer del ocio y dueños de un sorprenden­te sentimient­o de autoestima. La crisis económica los ha endurecido emocionalm­ente y a la vez los ha encerrado en un mundo de pantallas. Sus series, sus amigos, sus mensajes, sus Facebook, sus copas, sus porros conforman su pequeño mundo, entendido como una burbuja. Sólo que esta no explota, tan sólo aísla.

Sus series, sus amigos, sus mensajes, sus Facebook, sus copas, sus porros conforman su pequeño mundo

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