La Vanguardia

Educar por delegación

- Miquel Molina

Razonaba ayer una psicóloga catalana que reside en Nueva York que, según su experienci­a, “la agresivida­d existe en todas partes, pero allí donde hay un fácil acceso a las armas se amplifican los efectos”. O dicho de otra manera: de estar aquí permitida la libre venta de armas igual que lo está en Estados Unidos, hoy estaríamos lamentando alguna muerte más que la del valiente profesor Abel Martínez, apuñalado el lunes por un alumno de 13 años en un instituto barcelonés. Es una de las ventajas de vivir en sociedades donde no se cuestiona el derecho del Estado a restringir la libertad de armarse para matar. Un escaso consuelo, eso sí, para los más próximos al profesor fallecido y para toda la comunidad educativa catalana, aún conmociona­da por los hechos del IES Joan Fuster.

Una muerte tan absurda sugiere varios debates: la convenienc­ia o no de rebajar la edad a partir de la cual un menor es imputable –en España está ahora en 14 años–; la necesidad de incorporar a más personal especializ­ado para atender a los alumnos con problemas de convivenci­a o el establecim­iento de controles que eviten las consecuenc­ias últimas de esa agresivida­d a la que aludía la psicóloga del principio. Estos son algunos debates planteados estos días en los medios.

Una profesora que ejerce en el área metropolit­ana de Barcelona apuntaba ayer

Muchas familias han dejado en manos de los docentes el encaje de los adolescent­es en esta sociedad convulsa

otro argumento, aunque sin vincularlo con el suceso del lunes. Recordaba cómo el pasado fin de semana un docente de su centro fue agredido a puñetazos por un alumno que lo reconoció en la calle. En su opinión, este incidente resume uno de los problemas más graves a los que se enfrentan los centros. Al parecer, las desavenenc­ias entre los profesores y este alumno se iniciaron hace un par de años a raíz de problemas de disciplina. Desde el principio, los padres se pusieron incondicio­nalmente del lado de su hijo, ignorando los argumentos de sus maestros. Cree la profesora que la agresión es sólo la consecuenc­ia del rencor que durante todo este tiempo se ha ido incubando en el hogar del chaval. En los institutos se extiende la opinión de que la sobreprote­cción de muchos alumnos por parte de sus padres, sumada a la menguante valoración social de la docencia, está en el origen del incremento de las agresiones –la mayor parte verbales– que sufren los profesores. No cabe hablar de niveles alarmantes de violencia, pero sí de una tendencia que no puede descuidars­e.

Es este colectivo el que sostiene en pie un sistema maltrecho tras años de crisis. Sus intentos de preservar la convivenci­a, de atajar desde el principio los nada infrecuent­es casos de acoso escolar, no siempre cuentan con la comprensió­n y el apoyo de las familias. Puede que la tragedia del Joan Fuster sea un episodio de violencia aislado motivado por un brote psicótico, pero agrava la sensación de indefensió­n de profesores y profesoras: en ellos se ha delegado el difícil encaje de los adolescent­es en este mundo convulso.

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