El organismo nocivo
Aunque parezca que lo que toca ahora es pasar el Rato lo mejor posible (Rodrigo, sé fuerte), a ningún ciudadano mínimamente informado y en su ético juicio puede escapársele que, en esto de la corrupción a calzón quitado, nuestro problema como país no lo es de ocasionales manzanas podridas, sino de cosechas enteras sistemáticamente echadas a perder.
Siendo como lo somos una de las primeras potencias mundiales en todo lo que se refiere a puertas giratorias, picaresca institucional, corruptelas políticas, evasividad fiscal, capitalismo de amiguetes, sinvergonzonería ajena y truhanismo ilustrado, sorprende sin duda que siga pareciéndonos absolutamente excepcional el que un ciudadano o ciudadana cualquiera se atreva a tirar de la manta o a levantar la alfombra de turno para denunciar con tan quijotesca determinación como democrática convicción todos aquellos asuntos sucios de los que, por activa o por pasiva, pudiera tener conocimiento.
Como nos recordaba el pasado domingo Ana Pastor en El objetivo de La Sexta, incorruptibles héroes y heroínas haberlos haylos, y aunque a la mayor parte de los medios no les interese lo más mínimo sacarlos del anonimato y darles la debida cobertura (y no precisamente para protegerlos de la furia institucional a la que suelen quedar expuestos en cuanto se atreven a levantar el dedo acusador), de vez en cuando terminan asomando la cabecita para recordarnos al resto de la ciudadanía que eso tan incómodo y audaz que ellos hacen debería ser antes cívica norma que antisistémica excepción. De ahí la absoluta necesidad de echar al menos un vistazo a ese más que pedagógico Corrupción: el organismo nocivo que tantas ampollas está levantando.
Dirigido con insobornable pulso por Albert Sanfeliu, este voluntarioso documental producido a contracorriente y en régimen de micromecenazgo por Pandora Box TV, da cumplida cuenta tanto de los sangrantes testimonios de
Un documental dirigido con insobornable pulso por Albert Sanfeliu da cumplida cuenta de la ‘corrupción de proximidad’
algunas de las más señaladas víctimas colaterales de la llamada corrupción de proximidad (la exconcejal de Ciutat Vella Itziar González a propósito del caso Millet, los denunciantes del caso Pretoria Maite Carol y Albert Gadea o los no menos irreductibles Fernando Urruticoechea, Jaume Llansó y Carlos Martínez), como de las demoledoras opiniones de algunos de los más ilustres analistas “a su pesar” de tan nauseabundas prácticas (los catedráticos Victoria Camps, Joan Queralt y Manuel Villoria, el ex fiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo o Enric Pons en representación de los Observatorios Ciudadanos Municipales).
Escuchadas todas las partes con idéntico interés, a uno no le queda más remedio que admitir que eso de la corrupción es cosa de todos y a todos afecta por igual, y que nuestra obligación como ciudadanos comprometidos pasa por no dejar que sean unos pocos valientes (que lo son, le pese a quien le pese) los que nos saquen al resto las castañas del fuego. Y menos aún cuando, como suele ser el caso, corren el riesgo de quedarse solos ante el institucional peligro. Nos cueste más o menos reconocerlo, lo cierto es que nos va la salud democrática en ello.