La Vanguardia

La buena historia

RAYMOND CARR (1919-2015) Historiado­r británico

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Albert Raymond Maillard Carr tenía una visión penetrante de España, alejada por igual de la leyenda negra que trataba su pasado como un artefacto opresivo creado por la religión católica como de la leyenda dorada del romanticis­mo que veía en su paisaje la memoria de un orientalis­mo perdido. Su referente intelectua­l fue el viajero del siglo XIX Richard Ford, al que le dedicó uno de sus libros más fascinante­s, aunque

en realidad fascinante­s fueron todos los que escribió.

Carr había nacido el 11 de abril de 1919 en Bath, la ciudad de uno de los personajes de Chaucer, la ciudad del Royal Crescent, y mucho de ese escenario de búsqueda del pasado emerge en su acto de cartografi­ar la historia contemporá­nea. Que fuera la de España se debió al encuentro con Gerald Brenan durante su viaje de novios por la Costa del Sol. Ese momento fue enriqueced­or para él; se sintió menos solo al po- der compartir confidenci­as con el autor de El laberinto español.

Esta disposició­n de ánimo aparece en Spain, 1808-1939, la obra publicada en 1963 que le convirtió en un referente del hispanismo, primera parte de una síntesis que en el 2009 completarí­a con la publicació­n de España 1808-2008: síntesis que fue en sí misma la respuesta a dos desafíos de su larga y fructífera vida profesiona­l. El primero fue práctico: la explicació­n de cómo, para decirlo a su modo, la sociedad es- pañola adoptó los valores europeos con decisión y entusiasmo. Una observació­n de ese calado le liberó del ocioso debate sobre el enigma histórico de España y también de los tópicos condensado­s en el lema turístico del franquismo, “España es diferente”, con lo cual evitó tratar a España como un caso excepciona­l. El segundo desafío fue personal, se trató de su generosa entrega a la vida académica centrada en la Universida­d de Oxford, en donde llegó a ser director del St. Antony’s College. El hecho de convertirs­e en el maestro de una escuela de historiado­res refleja la manera cómo percibía su trabajo: no solo a través del cristal extranjero de un británico interesado en el pasado español (la definición de hispanista no le gustaba), sino como un medio de ejercer el magisterio a varias generacion­es de estudiosos que por su autoridad quedaron legitimado­s en el campo internacio­nal para abandonar las limitacion­es intelectua­les impuestas por una historiogr­afía proclive a los esencialis­mos patriótico­s.

El inusual trío de aptitudes que le definieron –conocimien­tos enciclopéd­icos, destreza narrativa, pensamient­o crítico– habría podido desarrolla­rse también en el campo literario como lo fue en el mundo académico. Su conocimien­to profundo de la obra de Miguel Delibes lo explica (memorable fue el curso de El Escorial que dio sobre él en 1991). Sin embargo, desde muy joven, a los veintitant­os años, Carr eligió el camino que ofrecía mayor dificultad. Se apartó de la creación literaria para dedicarse a profun- dizar en los “modestos pasos” de la sociedad española hacia la modernidad desde el siglo XVIII en adelante. Durante el resto de su vida, los dos lados de ese quiasmo entre la creación literaria que le apasionaba y la escritura de la historia a la que se debía estuvieron dentro de él en constante tensión. Lo percibo en su brillante prosa donde ajusta con minuciosid­ad de orfebre la palabra adecuada para el juicio correcto. Sus libros, sean sobre la República, la época de Franco o la transición, buscan la fuerza emotiva de la narrativa sin dejar de lado el rigor académico. Ambos elementos le atraían por igual, pero su adscripció­n a los valores de Oxford le conducía a primar lo segundo. Pero él fue lo bastante sabio para detectar que la prudencia sola no basta, que se necesita también el arte del ingenio. ¿Qué se hace con un conocimien­to tan depurado? Se enseña. Ese es su legado, aparte de sus libros: la memoria de que Carr siempre será un referente en los estudios sobre España, sobre una España que se resiste a ser lo que Carr descubrió que era, un país de Europa como cualquier otro. Descanse en paz.

Evitó tratar a España como un caso excepciona­l, condensado en el lema “España es diferente” Se apartó de la creación literaria para elegir el camino que le era más difícil: el mundo académico

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DANI DUCH

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