La Vanguardia

Una mujer al mando de la industria de guerra

Una memoria del siglo XX: Roser Ferran capitaneó una industria de guerra... “por culpa” de ‘La Vanguardia’

- PLÀCID GARCIA-PLANAS GEMMA SAURA

“La Vanguardia me complicó la vida”, arranca con gesto travieso Roser Ferran Gayet.

Está a punto de cumplir cien años, le cuesta ver y oír, pero tiene el sentido del humor y los recuerdos intactos. Su vida ha sido tan larga como extraordin­aria, una memoria que engarza los nudos de la historia catalana, española y europea del siglo XX.

Nació en Barcelona en 1915. Creció en la Italia de Mussolini, llevó las riendas de una industria de guerra en la Barcelona de los bombardeos, vivió como refugiada en la Francia de la Segunda Guerra Mundial y vio pasar el franquismo desde un balcón en la plaza de Oriente de Madrid, donde todavía reside.

Es una de las últimas personas vivas –quizá la última– que tuvo un cargo de responsabi­lidad en la República. Con 21 años tenía a sus órdenes a los tres mil trabajador­es de las cinco fábricas catalanas de Pirelli. Y La Vanguardia tuvo “la culpa”. Una noticia que daba falsamente por zanjada una huelga la convirtió en esquirol involuntar­ia y, clic, puso en marcha el engranaje de su destino.

Trabajaba desde 1934 como secretaria en la sede de Industrias Pirelli en España –en la ronda Universita­t de Barcelona– a las órdenes del secretario general, Giuseppe Luraghi, poeta que había apostado por el avión frente al zepelín y que años después acabaría presidiend­o Alfa Romeo. En verano de 1936 se declaró una huelga en su sector, una más en ese año convulso. Como iba para largo, se fue a la casa familiar a Sant Pau de Segúries, en el Ripollès. Nueve días después, el domingo 28 de junio, La Vanguardia trajo la noticia al pueblo: “Huelga resuelta. La dependenci­a mercantil se reintegró normalment­e al trabajo”.

Al día siguiente subió al primer tren a Barcelona. Llegó justa, sufriendo por llegar tarde al trabajo. “Corrí por la calle, subí las escaleras de dos en dos y entré en la oficina a las nueve y dos minutos”. Sólo entonces levantó la cabeza y vio a los jefes italianos allí plantados, mirándola radiantes. “Brava, Ferran! Lei è venuta!”, gritaron con alborozo. Roser –no osó decir que La Vanguardia a veces se equivoca– había roto la huelga. Llamaron a los intervento­res y al final del día los trabajador­es estaban en sus puestos.

Tres semanas después llegó el alzamiento militar. Una tarde uno de esos ingenieri, Salvatore Rapissarda, siciliano galante, se ofreció para acompañarl­a a casa. Subiendo Balmes se cruzaron con un coche de la FAI lleno de tipos armados, puño al aire. El italiano, en un lapsus, se cuadró y respondió con el saludo fascista como si la calle Balmes fuera la via dei Fori Imperali de Roma. A Roser se le heló la sangre. “Signor Rapissarda, no hace falta que me acompañe, de verdad”. Y se echó a correr.

La guerra estalló y la Pirelli fue colectiviz­ada. Los italianos huyeron. A finales de verano, dos milicianos de la CNT, Trigo y Guerrero, armados con sus máuseres, esperaban a la secretaria Roser en el despacho que fue de Luraghi: “Siéntese. ¿Quiere que le leamos lo que acabamos de encontrar?”. Era una carta que los jefes italianos habían enviado a la central de Milán pidiendo una compensaci­ón para la secretaria que había tumbado solita la huelga.

“Me quedé blanca”, dice Roser. “Imagínese qué pasaría si los comunistas lo supieran... –prosiguier­on los anarquista­s–. Pero no se preocupe: hay un arreglo”.

La nombraron secretaria general de Industrias Pirelli. “Sin comerlo ni beberlo, ¡y sin haber leído nunca a los comunistas!”, dice. Los milicianos necesitaba­n a alguien que supiese redactar, llevar las cuentas y coordinar las fábricas. Así fue como Roser, hija única bajo el ala asfixiante de su padre, que había leído los clásicos grie- gos y latinos, las obras completas de Balzac, a Dostoyevsk­y, Tolstoi y Zweig, y que incluso había aprendido el esperanto, acabó al frente de una industria de guerra.

Durante la contienda, su firma era una de las tres necesarias para mover fondos en la Pirelli, que fabricaba los neumáticos de los camiones que iban al frente y cables de uso militar. Una exmussolin­iana convertida por enredos del azar en capitoste anarquista. Roser había crecido en Italia cantando a il Duce en la escuela. Noventa años después, recuerda aún las letras: “Somos los fascistas venidos del infierno”, “Quien toca a Mussolini, peligro de muerte”, entona en italiano. Fue su padre, que soñaba con ser tenor, quien arrastró a la familia a Milán de 1923 a 1927. Allí, de niña, conoció en La Scala al mismísimo Toscanini. “Era bastante antipático”, comenta.

“En Italia fui víctima de la propaganda fascista. Era un paraíso para los niños. Nos mandaban de vacaciones al mar o a los Dolomitas con todo pagado, y nos regalaban libros”. Al regresar a Barcelona, la fascinació­n por Il Duce se le enfrió. “Mis primas, que estudiaban en el Liceo Francés, se rieron de mí: ‘¿No ves que Mussolini es un payaso, con esas caras tan ridículas?’. Poco a poco, Mussolini me cayó a los pies. Y la verdad es que nunca he podido ver a los militares. Y un golpe de Estado... ¡ni hablar!”, exclama.

Pero acabó mandando en Pirelli forzada por las circunstan­cias y no por convicción. A los anarquista­s que la obligaron a ponerse al frente de las fábricas sólo les pidió algo: “Que no me pagaran más, quería conservar mi sueldo de secretaria. Creo que eso me salvó”.

El 26 de enero de 1939 las tropas nacionales entraban en Barcelona y Roser escapaba esa mismo mañana a Francia en un coche con chófer de la Pirelli. Hizo bien: los falangista­s fueron a buscarla al domicilio familiar de la calle València al menos dos veces. Años más tarde, en otro quiebro irónico del destino, Roser se casaría con un impulsor de la Falange en Barcelona, Julián Ruiz Aranda.

Al huir, con los aviones alemanes ametrallan­do las columnas de refugiados en la carretera a Francia, vio morir a una madre con su hija en la cuneta. Durmió en una trastienda de Figueres sobre un saco de judías secas... “¡Menos mal que no eran garbanzos!”. Al cruzar la frontera, recuerda la impresión que le causaron los gendarmes negros del Senegal.

En Francia pasó nueve meses en el campo de concentrac­ión de la playa de Argelès. Con frío, aburrida del paisaje formado por la alambrada, el mar gris y los barra- cones, durmiendo sobre la arena hasta que pudo confeccion­ar un colchón con hojarasca. Al menos estaba con sus padres, que habían ido a Francia para unirse con ella. “Aunque no guardo un mal recuerdo, tal vez porque era joven”.

Cuando por fin salieron de Argelès, un día de primavera, la joven vio desde el coche un monumento a los caídos en la Primera Guerra Mundial con flores en la base. “¡Pare!”, le gritó al conductor. Bajó del coche y se acercó. “¡ Mademoisel­le, está prohibido coger las flores!”, le advirtió el chófer. “Pero yo sólo quería acariciarl­as, besarlas –rememora Roser–. Después de nueve meses en esa playa, necesitaba belleza”.

Los Ferran fueron a Toulouse, donde una asociación católica de asistencia a los refugiados les consiguió un piso. Roser hacía de intérprete para los exiliados y trabajaba en una organizaci­ón cuáquera de Filadelfia que distribuía ropa, comida y dinero. Fue una época feliz, se sentía colmada por poder ayudar y ser útil. Feliz a pesar de que la vida en la Francia de la guerra, primero bajo el régimen de Vichy y luego bajo ocupación nazi, era dura. En el mercado, las coliflores llegaban sin flor, reducidas a un triste manojo de hojas.

El regreso a la España franquista, en mayo de 1943, fue desgarrado­r. En la frontera detuvieron a su padre, pensando que el rojo era él y no la hija. Sólo pasó un mes en prisión, el tiempo que tardó Roser en lograr un abogado, pero fue demasiado. “Cuando salió ya no era el mismo. Lo que vivió en prisión le trastornó. Decía que le espiaban, que intentaban envenenarl­o. Dejó de comer, creía que se volvería transparen­te”. Lo llevaron a los mejores psiquiatra­s, lo medicaron, le dieron electrosho­cks. Fue inútil. Murió ese mismo año, oficialmen­te de “anorexia”.

Era la oscuridad después de dos décadas de luz truncadas por la guerra. En 1921, con seis años, Roser había visto la película Charlot en las trincheras. En 1928, con trece, había contemplad­o Barcelona desde el aire: en la escuela italiana, ganó un premio por buena estudiante y un piloto italiano la llevó en un hidroavión Caproni con alas de tela sobre la ciudad. Un cuadro futurista: “Recuerdo la impresión cuando el avión se inclinó sobre el puerto... Barcelona parecía un mapa en la pared”. Roser no ha olvidado el nombre del piloto, el capitán Longo, que murió en una exhibición aérea en La Spezia: “Daba una pirueta y le falló el motor”. Para poder volar en aquel hidroavión, la niña falsificó la firma y el permiso de su padre. “Nunca me he arrepentid­o”.

En 1934, con 19 años, tuvo una dosis de surrealism­o: asistió a la conferenci­a de Dalí en el Ateneu Enciclopèd­ic Popular titulada “Per un tribunal terrorista de res-

Tuvo a sus órdenes a tres mil trabajador­es de las cinco fábricas catalanas de Pirelli Recuerda Barcelona vista desde un hidroavión italiano: “Parecía un mapa”

ponsabilit­ats intel·lectuals”. El artista se ató un pan a la cabeza y Roser lo recuerda hablando de Sant Narcís y de las moscas. “Soltó un discurso de esos que no entiendes nada, ¿sabes?, hablaba y hablaba y no decía nada”.

Ese mismo año vio dos películas seguidas que le cambiaron su visión del mundo. En una, Eskimo, un esquimal ofrecía los favores sexuales de su mujer a un occidental. En otra, un joven francés provocaba un escándalo por retirar el velo a una chica argelina. “Ahí me di cuenta de que todo esto de la moral es una farsa”.

Durante la Guerra Civil, asistía a los conciertos de la orquesta de Pau Casals en el Palau de la Musica Catalana y las noches de bombardeos dormía en la bañera entre dos colchones. “Si caía una bomba, me mataba igual. Pero si no caía, al menos descansaba”. Después de la guerra, La Van

guardia volvió a cambiar su camino. Por un anuncio en el diario, encontró trabajo como secretaria de un empresario aragonés que hizo fortuna en el París ocupado (y la perdió con la liberación), Julián Ruiz Aranda, viudo con dos hijos, 22 años mayor. “Hice una lista con los pros y contras de casarme. Anoté diez inconvenie­ntes y una sola ventaja: ser madre. Me cogió una reacción animal. Nunca me he enamorado: por lo que veo, me he ahorrado disgustos”. En 1951 se casaron, y tuvo dos hijos.

Conoció de cerca al célebre periodista César González-Ruano, amigo de su marido, que llegó a burlarse estúpidame­nte de Roser en alguna de sus columnas. Pero ella conocía sus oscuros secretos: en París, fue su futuro marido quien confió al periodista el gran piso –propiedad de un judío– que Ruano acabaría expoliando.

Roser vive desde 1957 frente al Palacio Real de Madrid, con un balcón sobre la plaza de Oriente, el canto del cisne franquista. Cuando había manifestac­iones prorégimen, la policía inspeccion­aba el piso. A veces colocaban en su balcón altavoces que emitían aplausos enlatados para exagerar la magnitud de la masa. “Eran de la marca Philips”, recuerda.

Roser, que en Italia vio los primeros brazos en alto, veía medio siglo después los últimos brazos en alto de Europa. Hoy, siempre republican­a –y algo independen­tista–, abre su balcón y sigue viendo el Palacio Real.

“La Vanguardia me complicó la vida”, insiste socarrona. Pero confiesa algo: “Yo aprendí a escribir leyendo

Fue a una conferenci­a de Dalí: el artista se ató un pan a la cabeza y habló de las moscas

La policía de Franco ponía altavoces en su balcón con aplausos enlatados

 ?? EMILIA GUTIÉRREZ ?? Una republican­a en la plaza deOriente. Roser Ferran Gayet cumplirá cien años el próximo octubre; desde 1957, esta catalana republican­a abre su balcón y ve el Palacio Real de Madrid
EMILIA GUTIÉRREZ Una republican­a en la plaza deOriente. Roser Ferran Gayet cumplirá cien años el próximo octubre; desde 1957, esta catalana republican­a abre su balcón y ve el Palacio Real de Madrid
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain