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Las lecciones que podemos extraer del hundimient­o de un pesquero en Gran Canaria, y el enésimo brote de violencia racial en Estados Unidos.

Nunca Máis. Este es el nombre de la plataforma ciudadana creada en Galicia para evitar la repetición de catástrofe­s ecológicas como la del petrolero monocasco Prestige. Fue en noviembre del 2002 cuando este buque liberiano, construido en Japón y con pabellón de Bahamas, se partió frente a las costas galaicas tras un temporal, vertiendo la casi totalidad de las 77.000 toneladas de crudo que transporta­ba. Los daños en las costas gallega y cántabra fueron, en términos ecológicos y económicos, enormes. Los activistas medioambie­ntales exigieron entonces el castigo de los responsabl­es y la reparación de los daños. Y, sobre todo, que se establecie­ran las medidas para evitar nuevos desastres similares.

Hace quince días, el arrastrero ruso Oleg Naidiónov se incendió en el puerto de Gran Canaria. Ante el riesgo de explosión, la Capitanía Marítima decidió remolcarlo fuera de puerto. Y, luego, llevarlo a alta mar, como en su día se hizo con el Prestige. Debido a su deterioro, este gran pesquero acabó hundiéndos­e el 14 de abril, al sur de la costa grancanari­a. En días sucesivos, empezaron a apreciarse muestras del vertido de las toneladas de fuel que llevaba en sus reservas de combustibl­e. A 2.700 metros de profundida­d, este buque sigue soltando ahora fuel, que ha formado manchas sobre la superficie atlántica –de 300 metros de ancho y hasta 36 kilómetros de longitud–, y que llegó también a las costas canarias. Como en su día en Galicia, en Canarias se han movilizado voluntario­s para limpiar las costas. Pero persiste el riesgo de que vuelva a llegar fuel a la orilla.

La seguridad absoluta no existe en el mar, como tampoco existe en tierra ni en el aire. Ayer tuvimos una nueva ocasión para comprobarl­o, a raíz del accidente sufrido por un ferry que cubría la ruta entre Palma y Valencia. Este transporte de pasajeros debió ser evacuado en alta mar, tras un incendio declarado a bordo que dejó el buque en condicione­s muy precarias, a punto de hundirse. Por fortuna, el pasaje fue devuelto a Palma sano y salvo, y no hubo que lamentar más que tres heridos leves entre la tripulació­n.

Dicho esto, añadiremos que grandes catástrofe­s como la del Prestige pueden tener un aspecto positivo, puesto que propician la revisión de los protocolos de seguridad. El gobierno español, entonces en manos del PP, gestionó de modo deficiente la crisis del Prestige. Pero, después, batalló hasta lograr que se prohibiera la navegación, frente a las costas de la Unión Europea, de los petroleros que no disponen de doble casco y, por tanto, pueden sufrir percances con más facilidad.

Aquella normativa no sirvió para evitar el accidente de Canarias –de envergadur­a menor– puesto que los pesqueros no están sujetos, como los petroleros, a la exigencia del doble casco. Otros aspectos de este accidente han causado mayor polémica, como el hecho de que se hubiera llevado el buque ruso, ya siniestrad­o, mar adentro, pese a que la opción del puerto refugio para acotar daños en caso de vertido es bien conocida.

El Gobierno afirma que la lección del Prestige está aprendida. Pero las imágenes que llegan de Canarias nos hacen dudarlo. Y el hecho de que algunas autonomías todavía no hayan aprobado su plan de contingenc­ias abona esa duda. Queda, pues, mucho por hacer en materia de seguridad marítima, y las administra­ciones –europeas, españolas o autonómica­s– no deben cejar hasta reducir al mínimo los riesgos y el número de siniestros, acercándon­os al horizonte del nunca máis.

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