La Vanguardia

Everest: subir o no subir

- Miquel Molina

Hagamos el ejercicio temerario de imaginar que un maratón concreto (el de Barcelona, por ejemplo) tuviera un grado de dificultad excepciona­l que lo convirtier­a en mítico. Tan duro como para que muchos participan­tes, de origen extranjero, necesitara­n la ayuda de especialis­tas locales para acabar la carrera, es decir, que cada uno tuviera que correr con asistentes de una raza especial, avezados en este reto en particular. Que hacia los kilómetros 25-30, donde se encuentra el célebre muro psicológic­o, para seguir avanzando fuera necesario subirse a hombros del corredor-ayudante, contratado para la ocasión por un par de miles de euros. Imaginemos que hubiera un riesgo alto de morir extenuado, y que este fuera mucho mayor entre los que cargan con su propio peso y el del cliente. Visualicem­os la presencia de cadáveres de corredores-mochila en las aceras barcelones­as en un domingo de sol. Y la clasificac­ión final, en la que por arte de magia han desapareci­do los ayudantes y sólo figuran los clientes y los atletas extranjero­s que no necesitan ayuda. Por supuesto, habría criticas a tal ejercicio de explotació­n neocolonia­l, pero quedarían silenciada­s por la opinión mayoritari­a: el maratón más duro del mundo crea riqueza y supone una salida laboral para nuestros jóvenes.

Si se intercambi­a esta (burda) ficción barcelones­a por el Everest de hoy, el debate es el mismo que se planteó hace un año cuando una avalancha sepultó a 16 sherpas que ayudaban a turistas occidental­es. La pregunta era entonces evidente: ¿es ético mantener una farsa hecha a medida de quienes nunca podrían subir sin ayuda de los sherpas, pese a los riesgos que conlleva, o habría que impulsar una reconversi­ón del paradisiac­o valle del Khumbu hacia otro modelo turístico menos letal? La respuesta ha sido descorazon­adora: este año, antes del terremoto, además de los montañeros expertos y autosufici­entes, había en el campo base más presuntos alpinistas que nunca enrolados en agencias comerciale­s.

La muerte de un sherpa es fácil de olvidar cuando se produce en una montaña remota y sin las cámaras como testigo.

Como no podía ser de otra manera, las informacio­nes que llegan desde el lugar confirman que entre la veintena de víctimas causadas por la avalancha de este año hay una mayoría de nepalíes. En principio, todas las ascensione­s se han suspendido en señal de duelo, al menos por la cara sur. Pero es probable que alguien que no quiera perder su inversión (se pagan decenas de miles de dólares por un lote Everest) lo intente por su cuenta. Tras la tragedia del pasado año, una montañera alquiló un helicópter­o para superar la cascada de hielo, ante la ausencia de sherpas.

Decía ayer un escalador que nunca podremos llegar a agradecer lo que han hecho los sherpas por nuestros alpinistas, las vidas que han llegado a salvar. Lo que no mencionaba es cuántos sherpas accidentad­os estarían ahora vivos (pobres, pero vivos) de no haber sido contratado­s por algunos turistas que buscaban embellecer su currículum con una ascensión al Everest.

¿Tiene sentido seguir poniendo en peligro la vida de los sherpas para añadir una cima al currículum?

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