Everest: subir o no subir
Hagamos el ejercicio temerario de imaginar que un maratón concreto (el de Barcelona, por ejemplo) tuviera un grado de dificultad excepcional que lo convirtiera en mítico. Tan duro como para que muchos participantes, de origen extranjero, necesitaran la ayuda de especialistas locales para acabar la carrera, es decir, que cada uno tuviera que correr con asistentes de una raza especial, avezados en este reto en particular. Que hacia los kilómetros 25-30, donde se encuentra el célebre muro psicológico, para seguir avanzando fuera necesario subirse a hombros del corredor-ayudante, contratado para la ocasión por un par de miles de euros. Imaginemos que hubiera un riesgo alto de morir extenuado, y que este fuera mucho mayor entre los que cargan con su propio peso y el del cliente. Visualicemos la presencia de cadáveres de corredores-mochila en las aceras barcelonesas en un domingo de sol. Y la clasificación final, en la que por arte de magia han desaparecido los ayudantes y sólo figuran los clientes y los atletas extranjeros que no necesitan ayuda. Por supuesto, habría criticas a tal ejercicio de explotación neocolonial, pero quedarían silenciadas por la opinión mayoritaria: el maratón más duro del mundo crea riqueza y supone una salida laboral para nuestros jóvenes.
Si se intercambia esta (burda) ficción barcelonesa por el Everest de hoy, el debate es el mismo que se planteó hace un año cuando una avalancha sepultó a 16 sherpas que ayudaban a turistas occidentales. La pregunta era entonces evidente: ¿es ético mantener una farsa hecha a medida de quienes nunca podrían subir sin ayuda de los sherpas, pese a los riesgos que conlleva, o habría que impulsar una reconversión del paradisiaco valle del Khumbu hacia otro modelo turístico menos letal? La respuesta ha sido descorazonadora: este año, antes del terremoto, además de los montañeros expertos y autosuficientes, había en el campo base más presuntos alpinistas que nunca enrolados en agencias comerciales.
La muerte de un sherpa es fácil de olvidar cuando se produce en una montaña remota y sin las cámaras como testigo.
Como no podía ser de otra manera, las informaciones que llegan desde el lugar confirman que entre la veintena de víctimas causadas por la avalancha de este año hay una mayoría de nepalíes. En principio, todas las ascensiones se han suspendido en señal de duelo, al menos por la cara sur. Pero es probable que alguien que no quiera perder su inversión (se pagan decenas de miles de dólares por un lote Everest) lo intente por su cuenta. Tras la tragedia del pasado año, una montañera alquiló un helicóptero para superar la cascada de hielo, ante la ausencia de sherpas.
Decía ayer un escalador que nunca podremos llegar a agradecer lo que han hecho los sherpas por nuestros alpinistas, las vidas que han llegado a salvar. Lo que no mencionaba es cuántos sherpas accidentados estarían ahora vivos (pobres, pero vivos) de no haber sido contratados por algunos turistas que buscaban embellecer su currículum con una ascensión al Everest.
¿Tiene sentido seguir poniendo en peligro la vida de los sherpas para añadir una cima al currículum?