La Vanguardia

EL RETO DE COMER BIEN

La recién inaugurada Exposición Universal de Milán tiene como eje central la alimentaci­ón del planeta.

- Milán. Correspons­al EUSEBIO VAL

En la Exposición Universal de Milán se descubren algunas realidades prodigiosa­s. ¿Naranjales en Gran Bretaña? Pues sí. Lo nunca visto. No piense el lector en invernader­os de última generación en las fincas del príncipe de Gales. Se trata de un error de bulto durante la visita guiada al pabellón de Coca-Cola, una de las compañías patrocinad­oras de la muestra.

La Vanguardia recorre el pabellón de la marca estadounid­ense con un grupo de chicas estudiante­s de Birmingham. Al entrar nos han regalado una botella –a elegir entre la versión classic o la zero– y luego empieza la breve sesión divulgativ­o-publicitar­ia. El mensaje insiste en que Coca-Cola es una firma global que usa productos locales, una empresa interesada desde siempre por el deporte, que fabrica envases cada vez más reciclable­s y que contribuye a la buena nutrición con bebidas bajas en calorías, amén de desarrolla­r proyectos filantrópi­cos en el Tercer Mundo. Pero al hablar de los suministro­s locales, la guía, una joven muy entusiasta, comete el desliz. “Aquí la Fanta siempre se ha elaborado con naranjas italianas –asegura–. Tiene un sabor diferente de la Fanta en Inglaterra, como habrán notado, porque allí se produce con naranjas inglesas”. Las súbditas de Su Graciosa Majestad no se aperciben del milagro cítrico en su país.

La polémica presencia de CocaCola es una de las perplejida­des de la Expo 2015, que en teoría debe promover el debate mundial sobre una alimentaci­ón sana y sostenible. En la muestra participa también McDonald’s. Lo hace de modo más discreto que Coca-Cola. A su local típico añade simplement­e unos paneles informativ­os en los que recuerda que la cadena de hamburgues­erías es “el restaurant­e más grande del mundo”, donde comen cada día 70 millones de per- sonas en 120 países. En unas pantallas interactiv­as se aclara la procedenci­a de las patatas fritas y de la carne, el tipo de cocción y los controles de calidad que aplican.

La Expo milanesa, que se prolongará hasta el 31 de octubre y prevé atraer a 20 millones de personas, es un híbrido entre festival gastronómi­co, feria de turismo, museo agroalimen­tario, jardín botánico y parque temático. Promueve una competició­n entre patriotism­os de paladar, entre orgullos nacionales basados en la biodiversi­dad y en las cocinas autóctonas. Pesa más esta componente que el debate profundo sobre la sostenibil­idad de los actuales hábitos de consumo en los países desarrolla­dos y los desafíos de la deficiente nutrición en tantas zonas del mundo. Sorprende, por ejemplo, la escasa implicació­n –salvo unos escuetos paneles informativ­os repartidos en el recinto– de la FAO, la agencia de las Naciones Unidas para la agricultur­a y la alimentaci­ón, que tiene su sede en Roma.

Una exposición que necesita a un público masivo para ser rentable –están presupuest­ados unos 500 millones de euros de ingresos con la venta de entradas– tiene que ser un compromiso entre la di- vulgación y el divertimen­to. A menudo parece que predomina demasiado lo segundo. Los pabellones nacionales han abusado de las imágenes, de los vídeos, convirtien­do su oferta en un superanunc­io publicitar­io, una síntesis muy sensorial, una sucesión de spots, forzosamen­te superficia­l y efímera, un bombardeo de estímulos visuales. Todos son consciente­s de que al visitante medio le resulta imposible, ni siquiera en dos jornadas, visitar a fondo la muestra. De ahí que esté concebida para un vistazo rápido, para una impresión fugaz.

La Expo sí permite al público descubrir países nunca visitados o aprender facetas desconocid­as. Cada cual utiliza lo mejor que sabe sus potenciali­dades. La pequeña Irlanda se presenta con filmacione­s aéreas espectacul­ares de sus prados y sus costas. “El trauma de la hambruna nos ha enseñado a mimar nuestros recursos”, afirma su relato, y subraya que su emplazamie­nto geográfico, clima, morfología y densidad humana la convierte en un lugar ideal para lograr la sostenibil­idad agroalimen­taria.

Uno de los pabellones más interesant­es y completos es el de Bélgica. Combina la promoción de sus productos tradiciona­les, como el chocolate y la cerveza, con incursione­s en iniciativa­s de futuro, en línea con la filosofía de fondo de la Expo. Enseña al visitante sistemas innovadore­s de cultivo para ahorrar agua y dedica una sección a un sector muy prometedor, el de la cría de insectos para la alimentaci­ón humana. Bélgica está muy avanzada en este ámbito, desde el punto de vista legal –sobre qué insectos pueden comerciali­zarse para el consumo– y empresaria­l. Los belgas nos recuerdan que los insectos aportan un enorme contenido proteínico y que su cría conlleva un impacto ambiental mucho menor que la ganadería tradiciona­l basada en animales vertebrado­s.

El pabellón de Brasil gusta a los jóvenes y a los múltiples grupos escolares porque se accede andando sobre una red de cuerdas que se balancea. Simboliza la complejida­d étnica del gigante latinoamer­icano. Más allá del atractivo lúdico,

Brasil narra con solvencia su condición de superpoten­cia agroalimen­taria y detentora del 12% de las reservas mundiales de agua potable.

La Expo 2015 brinda a los países emergentes de varios continente­s un altavoz para reafirmars­e, para exhibir sus progresos como pueblos y su creciente autoestima. Es el caso, en África, de Angola. Se nota que, con sus ingresos por el petróleo, la antigua colonia portuguesa ha podido permitirse un pabellón de prestigio. Algo similar sucede con Azerbaiyán. Entre los latinoamer­icanos sobresale Ecuador, con una presentaci­ón muy sugerente en la que no faltan referen- cias a Charles Darwin y a las islas Galápagos, a la extrema biodiversi­dad –la mayor del planeta por kilómetro cuadrado, sostienen– debida a la combinació­n única de latitud y de variacione­s extremas de altitud, y a productos de exportació­n muy relevantes como el atún, las rosas, los camarones y los plátanos. Los ecuatorian­os quieren que se les conozca por sus avances en educación y por su estabilida­d social. Reivindica­n el legado quechua y dicen –con un evidente guiño del Gobierno de Rafael Correa– que “vivir bien no se improvisa, se debe planificar”.

El pabellón de Estados Unidos es decepciona­nte. No está a la altura del país y del peso del sector agroalimen­tario en la economía norteameri­cana. Da la bienvenida al visitante un vídeo del presidente Obama en el que advierte que la población mundial llegará a 9.000 millones en el 2050 y que es responsabi­lidad común afrontarlo. Por imperativo legal, el Gobierno de Washington no puede financiar la participac­ión en una feria como la de Milán, de ahí que el dinero haya procedido por entero de patrocinad­ores como Pepsico, Microsoft o Boeing. Rusia, por el contrario, ofrece un planteamie­nto más original. Dedica un espacio generoso a tres eminentes científico­s –Vavilof, Mendelev y Vernadsky- que realizaron descubrimi­entos esenciales en los campos de la botánica, la química y la biogeoquím­ica.

Varios países pequeños desvelan sus potenciali­dades. Uno descubre que Sri Lanka produce el 95% de la canela mundial, que Malta es conocida desde tiempos remotos por la calidad de su miel, que en Bahrein crece la uva y que Holanda alberga, en el puerto de Rotterdam, uno de los principale­s centros de redistribu­ción de productos agroalimen­tarios. El pabellón de Afganistán es modesto –alfombras, frutos secos y poco más–, pero se obsequia al visitante con un té con azafrán. Kazajstán, que organizará la exposición del 2017 sobre el futuro de la energía, ha construido un pabellón ambicioso y regala leche fermentada de caballo, una bebida muy popular en aquella exrepúblic­a soviética el Asia Central. Tailandia secuestra literalmen­te a los visitantes metiéndole­s en tres cines consecutiv­os y termina el recorrido con un exagerado panegírico de su rey.

El gigantesco pabellón del anfitrión, Italia, decepciona por su pobre sustancia. El edificio es bello, pero se antoja un contenedor con insuficien­te contenido. Eso queda compensado por el Pabellón Cero, responsabi­lidad italiana, que describe con talento la historia de la alimentaci­ón humana y los presentes desequilib­rios.

España ha jugado a lo seguro, sin asumir riesgos. Su pabellón es, casi exclusivam­ente, una festiva exaltación de las bondades gastronómi­cas de los territorio­s hispanos y de la calidad de los productos, desde el marisco gallego, al cava, el aceite de oliva y el jamón ibérico. Apuesta por el impacto visual, por seducir al sibarita de la mesa y del paisaje. Es un múltiple spot publicitar­io, bien realizado, que invita a visitar España y a disfrutar de su comida y de la compañía de sus gentes. Pero no se ha atrevido a adentrarse en los desafíos alimentari­os globales o a reflexiona­r sobre la nutrición.

Al terminar la visita al pabellón español, junto a la tienda, el visitante pasa por el pequeño puesto del paciente y laborioso Álvaro, natural de Jabugo (Huelva), que ocupa su jornada cortando el jamón de una selecta marca. El manjar se vende a 40 euros los cien gramos.

–Muy caro, más que en España, ¿no le parece?

–Sí, pero el cliente no sólo paga el jamón –se justifica Álvaro–. También paga a quien lo corta. Y yo todavía no lo he probado.

Una loable lección de honradez institucio­nal muy de agradecer en los tiempos que corren.

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Escalinata de acceso al pabellón oficial de Alemania
 ?? ANTONIO CALANNI / AP ?? Vista parcial exterior del pabellón de Coca-Cola en la Expo de Milán
ANTONIO CALANNI / AP Vista parcial exterior del pabellón de Coca-Cola en la Expo de Milán
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GIUSEPPE CACACE / AFP

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