La Vanguardia

Desmontand­o a Pablo

- C. SÁNCHEZ MIRET, socióloga

No ha sido necesario un viaje –aunque una entrevista también puede ser considerad­a así– para desmontar a Pablo Iglesias, el líder de Podemos. Lo hizo él sólo, el jueves por la mañana en el programa El món a RAC1. Y no es que quiera con este comentario quitarle mérito a Jordi Basté. De hecho no me sorprende. Hace demasiados días que no consiguen disimular, ni el mismo partido ni en concreto su líder –a poco de atención que se preste– que detrás de la fachada hay muy poco contenido de fondo –por no decir nada según dónde situamos el nivel de exigencia– aparte de su proverbial capacidad discursiva y de un muy buen diseño de campaña de marketing de la cual él hace de cartel.

Dos recursos muy abrumadore­s y espe- cialmente efectivos para las carreras cortas y las primeras entradas a cualquier tipo de mercado –también el político–, más todavía cuando este está ávido de productos nuevos; pero no para procesos sostenidos en los que hay que contrastar, de manera continuada, o la calidad del producto o la solvencia de respuesta.

Si no le hubiera conocido la voz y no hubiera sabido su nombre y lo que este supuestame­nte representa, el jueves hubiera sencillame­nte pensado que teníamos delante del micrófono un representa­nte más de esta vieja casta que Pablo Iglesias denuncia y repudia.

No lo digo con alegría, es una lástima, porque realmente pienso que la política española necesita un gran revulsivo, dado que la involución democrátic­a a la que están sometidas las institucio­nes públicas no tiene final. Ahora bien, el espejismo se ha acabado, con respecto a la posibilida­d de cambio real, aunque eso no signifique que no pasen a ser una fuerza política que haya venido para quedarse en este sistema corrupto que denuncia.

Quizás hay algún tipo de virus que inoculan a los políticos una vez se profesiona­lizan. O, sencillame­nte, son los aires de la “meseta” que llevan a perder de vista la democracia en el mismo momento que se pisa Catalunya y/o se habla de la misma, o de los derechos democrátic­os de sus habitantes.

Especialme­nte impagable el momento en el que él mismo tiene que recordarse que es demócrata, para añadir –no sé si, incluso, a pesar de él mismo– que “es bueno que las personas decidan”. No tiene precio, todo el discurso y aunque no sé si en este caso podría reírme, digno de uno de los mejores sketches de los Monty Python.

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