El editor irreverente
Editor francés, traductor de García Márquez y Solzhenitsin CLAUDE DURAND (1938-2015)
Claude Durand moldeó, durante medio siglo, el paisaje literario e intelectual de Francia”. Así le despidió el presidente François Hollande. No exageraba: el que fuera llamado Papa y emperador de la edición francesa, fallecido en un hospital parisino a los 77 años, fue también escritor. Hace apenas diez días, Le Figaro lo entrevistaba por su nueva novela, Usage de faux (Falsificación; Bernard de Fallois), “una historia de imposturas en el medio de la edición”.
En 1979, La nuit zoologique (La noche zoológica), su primera novela, le valió el premio Médicis. Ligeramente experimental, era en realidad consecuencia de una traducción que, doce años antes, fundara su condición de mito.
En 1966, el director de Éditions du Seuil aprovechó su conocimiento de castellano, inglés y algo de ruso, para encargarle Latinoamérica y el Este de Europa. Durand confesaría más tarde que poco sabía de aquellas literaturas. Uno de sus recursos fue una correspondencia con Carmen Balcells. “A cada manuscrito que me mandaba yo le respondía con folio y medio sobre el libro, aunque no me interesara. Eso creó una relación. Y así me llegó, un día, Cien años de soledad. Me costó imponerlo: Seuil no gustaba precisamente del realismo mágico”.
Durand lo recordaba en 1999 en Libération. “García Márquez era francófobo porque había pasado hambre en París. La ciudad le caía bien, pero no los franceses. Le conté que mi esposa, Carmen, estaba embarazada. Y que traduciríamos el libro en los nueve meses de la gestación. Le divirtió la propuesta. Pero nos aguijoneaba; quería un francés equivalente a su castellano”.
Seuil publicó a regañadientes el libro. En tres mil ejemplares. “A pesar de que me avergüenza recordarlo, pagué apenas 5.000 francos por los derechos”, dijo. Dos años después, “el libro alcanzaba el que sería luego su ritmo: de veinte a treinta mil copias al año”.
El otro punto fuerte de su historia fue la publicación de Solzhenitsin, “aunque en 1973, cuando recibimos el manuscrito del Archipiélago del Gulag –lo editó en ruso y en francés, en exclusividad mundial–, buscamos en un mapa ese misterioso archipiélago”.
Expulsado de la URSS pero la vida salva gracias a la repercusión del libro, Solzhenitsin descubrió que Occidente no era el paraíso: entre ediciones piratas y piratas de la edición pocos ingresos tenía. Durand se ocupó –“todos mis fines de semana durante dos años”– de revisar uno a uno los contratos, denunciar muchos de ellos, perseguir a piratas”.
Aunque por su actividad –salvó a la editorial Fayard, a la que encontró agonizante y la dirigió a lo largo de tres décadas– se le confundía con el barrio de la edición parisina, Saint-Germain-des-Près, Durand nació y creció en la banlieue de la capital. Hijo de familia numerosa, su primer trabajo como maestro le permitió –puro azar, una televisión filmó su clase– conectarse con el mundo intelectual.
A los veinte años es lector en Seuil, luego dirige Grasset y a partir de 1980, Fayard.
Pero de sus orígenes le quedó el coraje y la irreverencia de plantar cara a instituciones. Se las tuvo con el presidente Mitterrand, cuyo pasado en Vichy –condecorado por el propio Pétain– y las dudosas amistades de la época, que conservó, fueron denunciados en Une jeunesse (Una juventud), editado por Durand. Y del mismo autor, Pierre Péan, sacaría luego la Face cachée du Monde (La cara oculta de Le Monde), el vespertino, que, a causa del libro, quedó acéfalo y en crisis.
De Ismaïl Kadaré –“editado también en albanés: ninguna editorial de Albania podía hacerlo”– a Houellebecq, de Jorge Semprún a Lech Walesa, Durand prefirió siempre las apuestas difíciles. Como la de reincidir en literatura, el 2008, con J’aurais voulu être éditeur (Hubiera deseado ser editor), firmado François Thuret, donde transparentaban su vida y sus compromisos. Y en el 2011, ya con su identidad, publicó en Albin Michel J’étais numéro un (Yo era el número uno). En el 2013 cedió a la tentación de los honores y se postuló como académico. Rechazado, saludó con una pirueta: “Era sólo para convertirme en inmortal”.