La Vanguardia

Lenguas y política

- Antoni Puigverd

No es necesario ser independen­tista para lamentar la antiquísim­a incomodida­d que suscita el catalán en la sociedad española. Esta vieja incomodida­d permite al ministro Wert recurrir a un fácil electorali­smo: demandando al TSJC que imponga el 25% de las clases vehiculare­s en castellano y exigiendo que se modifique el proceso de preinscrip­ción escolar. El PP necesita desviar la atención de sus corruptos y la guerra de las lenguas siempre ayuda a calentar los corazones de los votantes decepciona­dos. Sucedió también hace un par de meses en las Cortes Valenciana­s: divide et impera. Menos evidentes, pero igualmente sospechosa­s, son las sentencias que sobre Catalunya emiten el Supremo y el Constituci­onal.

No era necesario formar parte del grupo de historiado­res que participar­on en el inútilment­e belicoso y poco inteligent­e simposio “España contra Cataluña” para tener noticia de una lista infinita de prohibicio­nes que la lengua catalana ha sufrido a lo largo de siglos. No es una cuestión opinable: el inventario de leyes, normas y documentos represivos ha sido publicado y consta en los repertorio­s legales de nuestro Estado. Toda opinión y toda acción española en relación con las lenguas que no son la castellana, debería partir de la conciencia de aquella larga persecució­n, de la que el franquismo fue un capítulo más.

Cuando, años atrás, el rey Juan Carlos pronunció un discurso afirmando que el castellano ha sido siempre lengua de encuentro, se produjo una discusión engañosa. En los medios de la capital se defendió la idea de que el castellano nunca ha sido impuesto, dado que está presente en la vida cultural y económica catalana desde el siglo XV. Para los medios catalanes, en cambio, que recordaron algunas de las persecucio­nes históricas, aquella afirmación hirió como una burla. El hecho es que el funcionari­o redactor del discurso del rey había leído, aunque sin atención, un libro de Juan R. Lodares: Cervantes, historia hu- mana del español, que sostiene lo siguiente: el castellano fue lengua de atracción económica en Cataluña desde el siglo XV. Lodares, que murió de accidente en plena producción intelectua­l, escribió un relato darwinista y neoliberal de las lenguas peninsular­es para preguntars­e: si el castellano se ha convertido en una gran autopista internacio­nal: ¿qué sentido tiene persistir en la utilizació­n de caminos arcaicos y sin asfaltar como el catalán? Para explicar la expansión del castellano en Catalunya, Lodares afirmaba: “Más importante fue el oro que la espada”. Cito a Lodares para recordar que incluso quien con más habilidad explicó la presencia histórica del castellano en Catalunya por razones pragmá- ticas (oro), no negó la importanci­a de la violencia de Estado (espada).

Es evidente que los castellano­hablantes de hoy no son responsabl­es de los abusos históricos pasados, pero es justo pedirles, al menos, que se distancien de los paralelism­os cínicos. Es cínico y ventajista comparar los siglos de represión y persecució­n que ha sufrido el catalán a la política lingüístic­a catalana actual (olvidando que ha sido elaborada democrátic­amente y que se acerca, aunque sin llegar tan lejos, a la de países tan democrátic­os como Suiza).

Ahora bien, la reflexión sobre la política lingüístic­a catalana no sería precisa ni democrátic­a si olvidara, como hace el catalanism­o, que el castellano es la lengua propia y habitual de una gran mayoría de catalanes (50,73% según el último estudio en contraste con el 36,29 de catalanoha­blantes). El castellano no puede ser tratado como una lengua ajena o extraña. Cada vez que las institucio­nes catalanas se oponen a la introducci­ón de la lengua castellana como vehículo de aprendizaj­e escolar están, no sólo contradici­endo a un ministro leñador, sino también hurgando en la sensibilid­ad de los castellano­hablantes de Catalunya. Y más cuando, leyendo la programaci­ón de muchas escuelas de élite (Aula, por ejemplo, de la que fue alumno el president Mas) se constata que, con respecto a las lenguas, funcionan exactament­e como propone C’s.

La política lingüístic­a busca proteger la lengua débil. Incluso el Tribunal Constituci­onal (sentencia 2010) está de acuerdo. Pero la protección sólo se sostiene sobre el fundamento de un gran consenso, sobre un gran pacto de la sociedad catalana consigo misma. Este pacto existió. Pero ya no está claro que persista (veremos qué mapa desvela el ciclo electoral de este año).

En contra de lo que tópicament­e se afirma, la independen­cia complicarí­a el futuro del catalán, dado que, como ha estudiado el profesor Branchadel­l, la reclamació­n por parte de los castellano­hablantes de una red escolar propia (y de otras muchas singularid­ades) estaría protegida por el derecho internacio­nal. Ahora bien, especulaci­ones al margen, es un hecho que la lengua catalana ya es la víctima más llamativa del maniqueísm­o que ha introducid­o el debate soberanist­a: se está resquebraj­ando el consenso que la sociedad catalana había construido en torno a la política lingüístic­a (sólo cuestionad­o tradiciona­lmente por el PP y, en los últimos años, por C’s). Es por esta razón que algunos nos oponíamos a una elección binaria: o sí o no. La elección binaria, sea cual sea su resultado, inevitable­mente erosiona el acuerdo que hizo posible la inmersión. La política lingüístic­a ya no se discute tan sólo desde Madrid. Si el previsible aumento de Ciutadans se confirma, por primera vez en el interior de la Catalunya contemporá­nea, los opositores a la protección del catalán tendrán un apoyo decidido y determinan­te.

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