La Vanguardia

Confianza perdida

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La generaliza­ción de un determinad­o uso de la tecnología con fines de vigilancia y control pone al descubiert­o una dimensión angustiant­e del mundo contemporá­neo. Las actividade­s de los ciudadanos pueden convertirs­e en objeto de una estrecha vigilancia por parte del Estado democrátic­o o de quien disponga de los medios para hacerlo (empresas, institucio­nes, familias).

En su obra Vigilar y castigar (1975) Michel Foucault analizó la lógica de la vigilancia utilizando la imagen del panóptico, una arquitectu­ra de control carcelario donde lo que está en juego es la mirada que todo lo ve. El panóptico, diseñado por Jeremy Bentham en el siglo XVIII, ejecuta una vigilancia completa desde dentro. De un modo parecido, la tecnología construye una nueva forma de panóptico interior a la ciudad: cámaras de vigilancia, apps de localizaci­ón, sistemas de códigos de seguimient­o que, en el caso de interés comercial, permiten conocer los gustos y las preferenci­as de determinad­os grupos de consumidor­es.

La segmentaci­ón de toda esta informació­n es útil para detener, situar, cobrar o vender. Todo ello permite distintas formas de localizaci­ón espacial, real o virtual. Se trata de imágenes sobre la circulació­n de las personas, ya sea por la ciudad o por los sitios de internet. En este contexto, la palabra del otro como partner del diálogo queda obturada o sencillame­nte eliminada del mapa de la geolocaliz­ación. He aquí un síntoma que señala claramente lo que subyace a estas prácticas: la sustitució­n de la confianza entre ciudadanos por la mirada vigilante de sus movimiento­s. El transeúnte ciudadano podría muy bien ser un terrorista o un delincuent­e al que hay que vigilar, o quizás (como en el caso de las apps para padres)

A. PAGÈS, profesora de la facultad de Ciències de l’Educació Blanquerna-URL simplement­e un hijo, presunto desobedien­te, que no está donde dijo que estaría.

La tecnología, en realidad, sólo pone en evidencia que el vínculo social en la ciudad está gravemente afectado por la desconfian­za que se pretende subsanar por el control. Esto incide en la constituci­ón misma de lo que tradiciona­lmente se llamó una ciudad. Como dijo Aristótele­s en su Política, la ciudad es una agrupación de ciudadanos que pregunta cómo vivir bien juntos. Cuando la palabra del otro cae y no se sostiene, cuando lo único que cuenta es intercepta­r la imagen situada ¿qué posibilida­des quedan para el diálogo?

Hablar requiere un encuentro con el semejante, encuentro azaroso, que permite una conversaci­ón al vuelo, tal vez alguna confidenci­a en un café o incluso en un chat. En todo caso un deseo de saber lo que dice el otro. La palabra del otro adquiere un sentido si es escuchada en confianza, acogida en un lugar simbólico de lazo social que le dé un significad­o a partir de la razón que la modula. He aquí lo que hiere de muerte la desconfian­za generaliza­da que utiliza a la tecnología como una nueva versión de panóptico. Para sortearlo, es necesario reintroduc­ir la palabra en un lazo social que la acoja y revierta el mecanismo ciego que todo lo ve.

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LASSE KRISTENSEN / GETTY

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