‘Il bel paese’
Hace ya unos cuantos años, creo que en su primer libro de cuentos en solitario, aquel Uf, va dir ell de recuerdo mítico para toda una generación de lectores, Quim Monzó hacía exclamar a uno de sus personajes-narrador que los catalanes, a la cerveza, deberíamos llamarla birra, como en italiano. Y de hecho, tanto en catalán como en castellano ha ido extendiéndose la forma italianizante, tal vez en un intento de acercarnos a esos primos lejanos, los italianos, con los que iniciamos una relación de mucho amor y sólo un poco de odio (nos levantaban a todas las chicas locales a poco que se esforzaran, y se esforzaban siempre) más o menos coincidiendo con el Mundial de fútbol del Naranjito.
En fin, que estamos ya en la campaña electoral de las municipales y de nuevo aparece sin parar la comparación con Italia. Que si vamos a la fragmentación política, que si España se italianiza, que si nuestro modelo acabará siendo la ingobernabilidad italiana and so on. Y la verdad es que uno no puede menos que recordar lo obvio: que tal vez acabemos pareciéndonos en más de un aspecto a los italianos, pero que desde luego no somos italianos. Y no lo digo sólo por nuestra propensión más a la bronca y el enfrentamiento civil que a la coalición, sino también porque nosotros somos de falcata y navaja y campo abierto, no de puñal y cortina y envenenamiento. “Manca finezza”, como nos dejó sentenciado Andreotti. O, dicho de otra forma, que será mejor que busquemos una manera de ser nosotros que no sea hacernos pasar por italianos, porque aunque el truco nos haya funcionado con marcas de ropa, por ejemplo, está claro que ellos son otra cosa. El diseño, por ejemplo, es otro de esos atributos de los ochenta que hizo que más de un barcelonés se soñase milanés. Eran los años del disseny catalán, el diseni que decían por Madrid, que fue una estética de bares e interiores que competía con los chicos y chicas de Malasaña, aquel barrio en el que, durante la movida, se preguntaba para ligar: “¿Estudias o diseñas?” (Moncho Alpuente dixit). En aquellos años, ser de Barcelona y saber algo de tipografías le permitía a cualquiera pasar por casi italiano en Madrid. Punto menos que un refinado que podía llevar calcetines amarillos o azules o gafas de pasta rojas (ahora las llevan hasta los políticos…)
También sabe mucho de esto Quim Monzó, que pasó por la Massana y se dedicó al oficio, así que dejaría para él y para Julià Guillamon que hicieran el catálogo de aportaciones del diseño ochentero catalán al mundo, Cobis incluidos (yo pago las birras), pero me permito aventurar, a riesgo de enemistarme con muchos amigos y conocidos, que seguimos sin ser Italia, por más talento, esfuerzo y años que hayamos acumulado.
Claro que reconozco que si miro hacia el resto de España casi es peor, porque si alguien me pidiese que hiciese una lista con los tres objetos de diseño españoles más relevantes del siglo XX creo que citaría el futbolín, la fregona y el chupa-chups… Lo que prueba, quod erat demonstrandum, que a la hora de inventar, diseñar y pactar, este país tiene una fijación con meterle un palo por el culo a algo… Vamos, que somos un bello país, en efecto.
Será mejor que busquemos una manera de ser nosotros que no sea hacernos pasar por italianos