Miró se funde con el Palau
Está muy bien que esas esculturas se encuentren en un edificio a su vez tan imbuido por el mundo de la naturaleza”, sostiene Teresa Montaner, conservadora de la Fundació Joan Miró, durante la presentación de este nuevo diálogo del Palau de la Música con las artes plásticas. Después de Perejaume y su encina “Muntanera”, y tras la propuesta de pernoctación a cuenta de Eugenio Ampudia, el Palau prosigue con su reflexión sobre la creación y el sueño exponiendo la obra que Miró parió con el alma puesta en la tie- rra y la naturaleza, en las tradiciones y el arte popular, una inspiración que también Domènech i Montaner representó en el edificio modernista.
Ahí están la calabaza, el cullerot, la bota de vino... como más popular es un objeto, más universal resulta, decía el artista. “Miró comienza su etapa como escultor de forma profusa en los años cuarenta, incorporando diferentes objetos, ‘seres nuevos’, seres del mundo de la naturaleza, aperos de la gente del campo. Sentía la necesidad de devolverlos a la naturaleza”, apunta Teresa Montaner. “Cuando después de la guerra vuelve a instalarse en Montroig de manera definitiva se plantea más a fondo su estudio. Y a partir de ellos hace sus composiciones, esbozos que luego se convertirán en maqueta y en contramaqueta donde verter el bronce líquido”.
Así se pueden ver (e incluso tocar) L’equilibrista, Dona amb càntir, Personatge i ocell, Cap de brau, El rei guerrer y Cap i ocell. Y confrontadas además con las fotos que Joan Gomis tomó en su estudio mientras las creaba. “Miró apreciaba más un cucharón que una cerámica china, respondía más a las necesidades”, concluye Montaner. “Su relación con el anonimato le lleva a renunciar a la propia autoría, como demuestra el hecho de necesitar de un artesano, Perallada, de quien le encantaba que no diera pátina a las esculturas, que era más natural”.