Recuperar el rumbo
La campaña electoral del Reino Unido puede servirnos de aperitivo para un año electoral que costará digerir. En ella hemos visto al Gobierno alabando sus logros, a la oposición –esta vez más variada que antaño– poniéndo los en duda, cuando no tildándolos de fracasos. Algunos críticos han señalado hasta qué punto la lucha electoral ha llegado hasta desfigurar las verdades más elementales, dando por bueno lo malo, y al revés. Es de prever que lo mismo ocurra aquí, y no sobra tiempo si queremos evitarlo.
El actual Gobierno se ha hecho acreedor de nuestra gratitud por la docilidad con que ha seguido las instrucciones y recomendaciones de nuestros socios europeos. Acertó en adivinar cuál era su posición, cuáles las necesidades de nuestra economía y cuáles sus fuerzas; tarea nada fácil, porque suponía renunciar a buena parte de su programa electoral, pero indispensable, como nos muestra la experiencia del actual Gobierno griego, que inflige, por cuestiones a menudo más de forma que desustancia, un daño innecesario a su país. Nuestro Gobierno no tenía una alternativa mejor, y aceptar el hecho ha permitido limitar los daños.
Pero algunas de esas instrucciones han sido erróneas, y han tenido consecuencias desafortunadas. El diagnóstico que se quiso hacer valer para todos los países periféricos –una crisis de deuda pública provocada por un comportamiento fiscal poco responsable– era de aplicación sólo a un país, Grecia. Se quiso transformar una virtud moral, la austeridad, en criterio de política económica: como el sector privado, empresas y familias habían gastado más de lo prudente, debían apretarse el cinturón; pero se pretendió que el Estado debía hacer lo mismo, cuando su papel era justamente el contrario, compensar las debilidades momentáneas del gasto privado con un mayor gasto público. Algunos exageraron las posibilidades de inflación e impidieron al BCE actuar comola Fed en Estados Unidos. Otros creye- ron que la respuesta del sector privado basta-ría para compensar una contracción fiscal, olvidando quizá que, en el caso español, el peso de la deuda debería lastrar el gasto durante muchotiempo. ¿Resultado? En España, contracción innecesaria de la demanda, aumento del desempleo que se ha añadido al causado por la recesión, y aumento ininterrumpido de la deuda externa.
¿Qué hemos conseguido? Una caída de nuestros precios que ha dado aliento a nuestro sector exportador y ha permitido mantener presencia exterior en unos tiempos de intensa competencia. Esa caída de precios ha sido el resultado de una caída de los salarios, queestán hoy, entérminos reales, por debajo del nivel anterior a la crisis, mientras que estudios recientes señalan que los márgenes empresariales –los de las empresas que han sobrevivido, claro está– se han mantenido constantes. Este resultado es, desde luego, injusto. Pero el verdadero peligro es que lo consideremos como una receta para el porvenir: que fiemos a la llamada moderación salarial la salida de las crisis futuras. Eso está bien para una emergencia. Podemos decir
que esta vez no había más remedio. Pero si pensamos en nuestro futuro hemos de admitir que es un paso en la dirección equivocada. No podemos competir a base de salarios bajos, porque las tres cuartas partes de la población mundial los tien en mucho más bajos que nosotros, y es precisamente por eso que son países pobres. Las reformas del mercado la-boral deben ir encaminadas a que ese mercado vaya mejor para todos los participantes, no sólo a reducir el empleo y bajar los salarios. Nuestro futuro está en crear puestos de trabajo cuya productividad permita pagar salarios altos, como en todos los países prósperos. Esta es una idea que no debe abandonarnos, y contra la que no valen subterfugios.
Esta idea es la que debe presidir, no sólo nuestros programas electorales, sino también nuestras relaciones con el resto de Europa. Durante esta crisis hemos aprendido, sobre nuestras costillas, las reglas deljuego. Algunas nos convienen, aunque no nos gusten. Otras pueden mejorarse, incluso cambiarse. Podemos contribuira mejorar las, incluso a cambiarlas, pero se trata de un trabajo muy delicado. No hay que menos preciar una consecuencia favorable de nuestra docilidad: la mejora de nuestra reputación internacional. El presidente del Gobierno es más escuchado hoy que hace cinco años, pero no hay que abusar: nuestras autoridades harán bien en tener presente la experiencia del ministro Varufakis yen asesorarse con los muchos conocedores de la Unión Europea que tenemos antes de dar un paso en falso, porque el saber estar puede ser tan importante como la sustancia, y las formas pesan a veces más que el fondo.
Quizá las campañas electorales que se avecinan nos ayuden a ir erradicando ese hábito de prometer lo que no vamosa cumplir, fuente de la desconfianza que el Sur inspira al Norte. Preguntemos a nuestros candidatos cómo van a pagar todo eso que prometerán. Pensemos, sobre todo, que hemos capeado un serio temporal, pero que para hacerlo nos hemos desviado del rumbo que nuestro país ha de seguir: ¿qué tripulación parece la mejor, y con qué timonel, para llevarnos a él?