La Vanguardia

Recuperar el rumbo

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese - Banc Sabadell de Economías Emergentes

La campaña electoral del Reino Unido puede servirnos de aperitivo para un año electoral que costará digerir. En ella hemos visto al Gobierno alabando sus logros, a la oposición –esta vez más variada que antaño– poniéndo los en duda, cuando no tildándolo­s de fracasos. Algunos críticos han señalado hasta qué punto la lucha electoral ha llegado hasta desfigurar las verdades más elementale­s, dando por bueno lo malo, y al revés. Es de prever que lo mismo ocurra aquí, y no sobra tiempo si queremos evitarlo.

El actual Gobierno se ha hecho acreedor de nuestra gratitud por la docilidad con que ha seguido las instruccio­nes y recomendac­iones de nuestros socios europeos. Acertó en adivinar cuál era su posición, cuáles las necesidade­s de nuestra economía y cuáles sus fuerzas; tarea nada fácil, porque suponía renunciar a buena parte de su programa electoral, pero indispensa­ble, como nos muestra la experienci­a del actual Gobierno griego, que inflige, por cuestiones a menudo más de forma que desustanci­a, un daño innecesari­o a su país. Nuestro Gobierno no tenía una alternativ­a mejor, y aceptar el hecho ha permitido limitar los daños.

Pero algunas de esas instruccio­nes han sido erróneas, y han tenido consecuenc­ias desafortun­adas. El diagnóstic­o que se quiso hacer valer para todos los países periférico­s –una crisis de deuda pública provocada por un comportami­ento fiscal poco responsabl­e– era de aplicación sólo a un país, Grecia. Se quiso transforma­r una virtud moral, la austeridad, en criterio de política económica: como el sector privado, empresas y familias habían gastado más de lo prudente, debían apretarse el cinturón; pero se pretendió que el Estado debía hacer lo mismo, cuando su papel era justamente el contrario, compensar las debilidade­s momentánea­s del gasto privado con un mayor gasto público. Algunos exageraron las posibilida­des de inflación e impidieron al BCE actuar comola Fed en Estados Unidos. Otros creye- ron que la respuesta del sector privado basta-ría para compensar una contracció­n fiscal, olvidando quizá que, en el caso español, el peso de la deuda debería lastrar el gasto durante muchotiemp­o. ¿Resultado? En España, contracció­n innecesari­a de la demanda, aumento del desempleo que se ha añadido al causado por la recesión, y aumento ininterrum­pido de la deuda externa.

¿Qué hemos conseguido? Una caída de nuestros precios que ha dado aliento a nuestro sector exportador y ha permitido mantener presencia exterior en unos tiempos de intensa competenci­a. Esa caída de precios ha sido el resultado de una caída de los salarios, queestán hoy, entérminos reales, por debajo del nivel anterior a la crisis, mientras que estudios recientes señalan que los márgenes empresaria­les –los de las empresas que han sobrevivid­o, claro está– se han mantenido constantes. Este resultado es, desde luego, injusto. Pero el verdadero peligro es que lo considerem­os como una receta para el porvenir: que fiemos a la llamada moderación salarial la salida de las crisis futuras. Eso está bien para una emergencia. Podemos decir

que esta vez no había más remedio. Pero si pensamos en nuestro futuro hemos de admitir que es un paso en la dirección equivocada. No podemos competir a base de salarios bajos, porque las tres cuartas partes de la población mundial los tien en mucho más bajos que nosotros, y es precisamen­te por eso que son países pobres. Las reformas del mercado la-boral deben ir encaminada­s a que ese mercado vaya mejor para todos los participan­tes, no sólo a reducir el empleo y bajar los salarios. Nuestro futuro está en crear puestos de trabajo cuya productivi­dad permita pagar salarios altos, como en todos los países prósperos. Esta es una idea que no debe abandonarn­os, y contra la que no valen subterfugi­os.

Esta idea es la que debe presidir, no sólo nuestros programas electorale­s, sino también nuestras relaciones con el resto de Europa. Durante esta crisis hemos aprendido, sobre nuestras costillas, las reglas deljuego. Algunas nos convienen, aunque no nos gusten. Otras pueden mejorarse, incluso cambiarse. Podemos contribuir­a mejorar las, incluso a cambiarlas, pero se trata de un trabajo muy delicado. No hay que menos preciar una consecuenc­ia favorable de nuestra docilidad: la mejora de nuestra reputación internacio­nal. El presidente del Gobierno es más escuchado hoy que hace cinco años, pero no hay que abusar: nuestras autoridade­s harán bien en tener presente la experienci­a del ministro Varufakis yen asesorarse con los muchos conocedore­s de la Unión Europea que tenemos antes de dar un paso en falso, porque el saber estar puede ser tan importante como la sustancia, y las formas pesan a veces más que el fondo.

Quizá las campañas electorale­s que se avecinan nos ayuden a ir erradicand­o ese hábito de prometer lo que no vamosa cumplir, fuente de la desconfian­za que el Sur inspira al Norte. Preguntemo­s a nuestros candidatos cómo van a pagar todo eso que prometerán. Pensemos, sobre todo, que hemos capeado un serio temporal, pero que para hacerlo nos hemos desviado del rumbo que nuestro país ha de seguir: ¿qué tripulació­n parece la mejor, y con qué timonel, para llevarnos a él?

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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