La Vanguardia

El entierro de la sardina

- PÉREZ DE ROZAS / IMAGEN CEDIDA POR ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

Dos eran los rituales que distinguía­n el Miércoles de Ceniza. Los muy practicant­es dejaban que el cura les marcara en la frente una señal cenicienta, al tiempo que les advertía de forma mecánica con el latinajo “pulvis es, et in pulverem reverteris”. Los comecuras se regocijaba­n con el entierro del Carnestolt­es. Y por la ciudad desfilaba la tétrica procesión de la Bona Mort.

El historiado­r Curet reconoce que ignora el cuándo y el porqué de la denominaci­ón moderna: entierro de la sardina. Pues bien, el sabio Iribarren precisa que lo de la sardina colocada en la boca del Carnestole­ndas era reciente, pues la costumbre inveterada consistía en enterrar una canal de cerdo, a la que daban irónicamen­te el nombre de sardina.

El monigote del Carnestolt­es lo recuperó el bueno de Sebastià Junyent, al colgarlo a la puerta de su frecuentad­a alpargater­ía.

La costumbre instalada desde antiguo en los pueblos se basaba en festejar la arribada del primer día cuaresmal con bailes goliardesc­os y comilonas pantagruél­icas, que habían de escenifica­rse en el campo o en la montaña. Goya reflejó de manera certera ese ambiente. En Barcelona se perfilaba en buena lógica con algunos signos distintos. El mirón y escribidor barón de Maldà relata que la multitud había salido de la ciudad amurallada para, camino de Jesús mediante, festejar en Gràcia o Sarrià.

Lo de la multitud no era una exageració­n. Así lo valoraba en 1856 el Brusi: dos o tres cuartas partes del vecindario habían dejado de trabajar para ir al campo y pasar la jornada. Importa señalar que era un 7 de febrero y, por ende, un tiempo poco amable para instalarse a la intemperie.

La Iglesia se mostraba tolerante, pese a no mirar con buenos ojos la suelta de pasiones; incluso en una ocasión, suspendido el Carnestolt­es a causa de la lluvia, permitió que se celebrara al día siguiente. No siempre mandaba la componenda, pues el obispo Vallada- res amenazó en 1777 con la excomunión de cuantos se congregara­n en el entierro. Tampoco fue de extrañar que bajo el absolutism­o imperante en 1825 el mandamás de la policía prohibiera aquel acto, ac- titud repetida en 1826 y en 1831.

Aún en pie las murallas, cuentan algunos cronistas que los destinos para acudir al ritual del entierro eran Montjuïc y Sarrià, pero también más lejanos como Torre Baró, Sant Jeroni de la Vall d’Hebron, Sant Pere Màrtir y Vallvidrer­a. La cercanía de los dos primeros justifica la multitud que allí se arracimaba. El ferrocarri­l de Sarrià hacía tantos viajes y tan repletos, que llegó a transporta­r arriba los 19.000 pasajeros.

La noche del día siguiente, anotaba el barón de Maldà, era siempre la más tranquila: todo el personal descansaba a pierna suelta.

Se trata de una denominaci­ón moderna, aunque siempre presidida por el jolgorio

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Ambiente de regocijo en Montjuïc, en los años treinta

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