El orden inferior
Los kurdos de Siria y Turquía crean una nueva administración local que arrincona al Estado en favor del individuo
El pasado 8 de marzo, día mundial de la Mujer, Sara Kaya, alcaldesa de Nusaybin, se acercó a la alambrada que separa su ciudad de Qamishli. Es una frontera de guerra, cerrada desde hace tres años, protegida por alambradas y soldados apostados en torres de vigilancia sobre la planicie acre de la alta Mesopotamia. “Fue un momento tan especial y emotivo... Empezamos cantando, nosotras y ellas, y acabamos todas llorando, tocándonos las manos y los brazos a través de los espinos”. Fue un gesto simbólico, sobre los ejes de la solidaridad y la libertad, del no rendirse a que las cosas sean como son.
La frontera entre Siria y Turquía, inevitable y arbitraria como tantas otras trazadas por el colonialismo europeo, divide pero no separa. Al menos aquí, en el sudeste de Anatolia, un pueblo, una identidad, se desborda a ambos lados. La barrera es dura y feroz, propia de una situación de guerra, pero aún así, a pesar de bloquear el contacto, no es una torre de Babel que ahogue el diálogo. Es imposible cruzarla pero los móviles la superan sin necesidad de roaming internacional.
Y es a partir de este fino hilo digital que Sara Kaya teje un nuevo orden, “un orden inferior, donde el Estado desaparece y su lugar lo ocupa el individuo solidario, el ciu- dadano que se compromete y colabora para defender lo esencial, los derechos humanos por encima de todo, y construir lo imprescindible: casas, escuelas y hospitales, calles limpias y seguras, parques y servicios sociales”.
El Estado sirio se ha disuelto en Qamishli, una ciudad de un millón de habitantes, y los kurdos levantan en su lugar una utopía transfronteriza, una administración local que diluye las jerarquías, equipara los derechos de hombres y mujeres, defiende a las minorías étnicas y religiosas, la igualdad de todos, sean quienes sean, ante la ley y las oportunidades.
Qamishli tiene un millón de habitantes y es uno de los tres enclaves de esta república idealizada en el norte de Siria que los kurdos llaman Rojava. Aislada del mundo, se alimenta gracias a los camiones que Kaya envía desde Nusaybin con ayuda recogida en Iraq y Turquía. Pero tan importante como la comida y las medicinas son los consejos administrativos que los kurdos turcos dan por teléfono para defender y gestionar la ciudad, desde la milicia local a la recogida de basuras, y hacerlo a partir del voluntariado y la rotación, según el principio de que todo el mundo, hombres y mujeres, tienen la misma misión y nadie es prescindible.
El abogado Sinan Tanrikulu lo explica con el símil de una comunidad de propietarios. “La presidencia es rotatoria, las decisiones se consensúan, los problemas se resuelven con diálogo entre personas que están obligadas a compar- tir servicios y espacios comunes”.
Tanrikulu tiene 48 años pero aparenta muchos más. La cárcel y las torturas le han acortado la vida. Defender a Abdullah Öcalan, líder del PKK, el grupo armado kurdo que desde 1984 combate al Estado turco, tiene su precio, como también lo tiene haber defendido los derechos humanos durante los años más negros de la opresión militar, la década de los noventa, cuando el ejército turco quemaba las aldeas kurdas, detenía, juzgaba y encarcelaba con la impunidad del que está por encima del bien y del mal.
“El Estado no es la solución –explica en su despacho, situado en un inmueble del centro de Diyarbakir, la ciudad más importante del Kurdistán kurdo–. El Estado no sirve de nada sin la colaboración de la gente. Y si es así, ¿por qué, entonces, no nos limitamos a coordinar a la gente, a convencerla de que tiene el deber natural de colaborar?”.
Diyarbakir está a 150 kilómetros de Nusaybin pero es aquí donde se da forma a la filosofía política de Rojava. Aquí están los dirigentes regionales del HDP, el brazo político del PKK, un partido de raíces marxistas que ya no lucha por la independencia del Kurdistán sino por la construcción del nuevo orden inferior. “La idea original era conseguir un Estado socialista independiente –recuerda Tanrikulu–, pero nos dimos cuenta de que no era una buena solución porque el Estado-nación no responde a los retos del presente y no garantiza la felicidad de la población. Nuestro gran problema es el nacionalismo turco. No queremos repetir el error del ultranacionalismo alzando nuevas fronteras. La felicidad está en derribarlas, como hace Europa, y construir un Estado multinacional. Rojava, donde conviven cristianos y musulmanes, árabes, kurdos, asirios y yazidíes, es un ejemplo de lo que queremos”.
Durante más de 30 años el PKK ha luchado por la independencia. Turquía aún considera que es una “organización terrorista separatista”. Los muertos superan los 40.000. Öcalan fue detenido en Kenia en 1999 y, desde entonces, encarcelado en una isla del mar de Mármara –donde es un preso solitario– negocia una salida federalista para los 15 millones de kurdos, el 20% de la población. Ha renunciado a la violencia y promete entregar las armas tan pronto como el Parlamento turco apruebe la inmunidad para los guerrilleros que siguen escondidos.
El presidente Erdogan, que ya se entiende con los kurdos iraquíes, abre la mano para que los kurdos turcos tengan más libertad. Desde el año pasado, el HDP controla un centenar de ayuntamientos donde hombres y mujeres comparten todos los cargos. Las competencias son modestas pero reales, un pequeño paso hacia el autogobierno.
El cielo, al menos en esta parte del mundo, donde la historia es un conflicto milenario, ya no se gana al asalto. “Los kurdos de Siria luchan por su vida y nosotros también tuvimos que hacerlo –reconoce Nesim Gultekim, exguerrillero reconvertido en cuadro del HDP–. La violencia fue un recurso para demostrar que existíamos, pero hoy, cuando nadie niega lo que somos, necesitamos un territorio autónomo, vinculado al Kurdistán sirio, y las armas no ayudan”.
Gultekim, que habla con la voz y la mirada hundidas, también aparenta muchos más de los 50 años que dice tener. La muerte le roe los tobillos desde que pasó largas temporadas en las montañas y una década larga en las cárceles turcas. Con este pasado de peshmerga del PKK no puede fiarse de Erdogan, “un presidente centralizador que añora el imperio otomano”. “Por eso necesitamos una fuerza política –añade–, alcanzar el 10% de los votos en las legislativas del 7 de junio. Un resultado así robaría al conservador y religioso Erdogan la mayoría absoluta y las negociaciones serían más equilibradas”.
“El Estado no es la solución, no sirve de nada sin la colaboración de la gente”
Rojava es un espacio autogestionado, de igualdad radical entre todos sus habitantes
La filosofía política surge de la evolución ideológica del antaño independentista PKK
Erdogan fomenta el islamismo en el sudeste de Anatolia –donde alimenta el partido Hüda Par– y se entrega a la beneficencia para restar fuerza al laicismo progresista del HDP. Un 40% de los kurdos vota por él.
“Se han dejado engañar”, sostiene Bisen Kaya Akat, militante del HDP y regidora del distrito de Baglar, el más grande de Diyarbakir. Allí vive medio millón de los 900.000 habitantes de la ciudad, gente de clase media baja, con problemas de educación, muchos todavía anclados en viejas costumbres tribales, crímenes de honor y tragedias armadas. “Esta gente no entiende que a pesar de las nuevas leyes municipales, la relación de fuerza no ha cambiado. El gobernador tiene la última palabra en todo, y es un cargo que Erdogan pone a dedo. Nos traspasan competencias, como el suministro de agua, gas y electricidad, pero sin ningún recurso, para que nos estrellemos y tengamos a la población en contra”.
La tolerancia con la educación en kurdo parece ser otra cortina de humo. Kaya Akat intentó abrir una escuela pública para cien niños el pasado octubre. El gobernador ordenó el cierre, la policía cargó contra los manifestantes y ella salió con dos costillas rotas. Tuvieron que presionar mucho más para abrirla unos meses después.
“Somos víctimas de la guerra –explica la regidora–. Nos han matado y asimilado. He perdido a muchos familiares en esta larga confrontación. Todos sufrimos. Entiendo a las madres de los soldados turcos que han perdido a sus hijos. Por eso queremos la paz, una nueva relación con Ankara y Damasco, una frontera invisible entre Siria y Turquía a través de un territorio kurdo autogestionado”.
El nuevo orden inferior se levanta con la paciencia y modestia de mujeres como Bisen Kaya y Sara Kaya, la alcaldesa de Nusaybin, que nunca pensó en serlo. “Lo mío sólo era cuadrar las cuentas del Ayuntamiento pero mis compañeros me lo pidieron y di el paso al frente. El HDP tiene todos los cargos duplicados, un hombre y una mujer para cada uno de ellos”.
La puerta de su despacho está abierta. Los vecinos entran sin cita previa. Kaya despacha de pie. No quiere sentarse detrás del escritorio . “Es más fácil entendernos si estamos a la misma altura. Democracia directa y gestión directa. No hay forma más eficaz de gestionar una comunidad”.
Las cosas no son fáciles. Nusaybin (150.000 habitantes) vivía del comercio con Siria. “Más de un centenar de empresas han cerrado –comenta la alcaldesa–, y además de la crisis y la guerra en Siria, tenemos el cambio de mentalidad. Esta es una sociedad conservadora. Muchos hombres no aceptan que las mujeres tengamos poder”.
“Deberían estar en casa”, sostiene un comerciante del centro de Nusaybin que se identifica como Fariz Bey. “Es por algo que no hay mujeres entre los profetas de Mahoma. Pensamos diferente y ellas causan muchos problemas”.
Zara Kaya no se achica y se mantiene firme ante un hombre que le pide que cambie el trazado de una calle para salvar su casa. “Levantaste tu casa sin permiso –responde– y sabías que por allí tarde o temprano iba a pasar una calle”. El hombre insiste, tira de compadreo y lazos familiares pero acaba marchándose de vacío.
“Lo que más cuesta es hacer ver a esta gente el valor de lo público, de los bienes compartidos”. Zara Kaya sabe que es una piedra que tendrá que arrastrar toda su vida pero aun así cree imprescindible ponerse en marcha. “De otra for- ma, la vida no tendría sentido. Trabajamos para que las cosas sean como deben ser, conscientes de que el paraíso no está en este mundo”.
Religiosa de cinco rezos al día, la alcaldesa está cómoda combinando islam y progresismo posmarxista. “Todo se reduce a defender la justicia y la libertad”, asegura.
“¿Qué si no?”, se pregunta con cinismo el cantante Seydan Boyaxqi, el limpiabotas con la mejor voz en toda la región. Lo suyo, como buen dengbej, es narrar hazañas bélicas y amores imposibles. Hace un año cantaba a diario en un centro cultural de Diyarbakir, pero ahora, el nuevo orden ha igualado a todos los cantantes y los malos tienen derecho a cantar tanto como los buenos. Boyaxqi ya sólo canta una vez cada diez días. Ronda los 80 años y no cree que le queden muchos más. “¿Ha venido usted a verme cantar?”, pregunta con el cigarrillo entre los labios. “Pues tendrá que volver la semana que viene. La libertad no es perfecta y nos hace esperar a todos”.
El partido kurdo aspira a lograr el 10% de los votos en las legislativas del 7 de junio
“Esta es una sociedad conservadora, muchos hombres no aceptan que una mujer mande”