La Vanguardia

Aterriza como puedas

- Joana Bonet

Las ocho de la tarde es una buena hora para regresar a casa, reclinar el asiento del avión y leer las sobras de los periódicos. Los pasajeros frecuentes del puente aéreo se reconocen por sus gestos mecánicos al pasar por el escáner. El staff de tierra, comandado por Conchita Vinagre, se desvive por aliviar el mareo de los nuevos nómadas que siempre están a punto de perder el vuelo. Exceptuand­o la música del avión, a menudo infame, llega un momento de tregua al empezar a recorrer la pista cuando los motores arrullan al pasajero que va aflojando tensión y cintura. A menudo me invade la sensación de sentirme a salvo rumbo a las avenidas aéreas donde pastan las nubes en silencio, sin teléfonos móviles ni atascos.

“Señoras y señores, parece ser que tenemos problemas con una rueda que no debe afectar a la seguridad del vuelo, pero por prevención debemos regresar a El Prat”, comunicó el comandante Javier Pombo de la Serna el pasado miércoles al pasaje, veinte minutos después de despegar con esquivas vibracione­s. En un instante, la normalidad se empaña de excepciona­lidad, y como si no fuera contigo intimas con tu compañera de asiento,

“Señoras y señores, parece ser que tenemos problemas con una rueda”, comunicó el comandante

que, incrédula, arquea las cejas hasta alcanzar la raíz del pelo. Todas las fantasías que anidan en nosotros sobre una catástrofe se despliegan en el justo momento en que la distancia proxémica se rompe voluntaria­mente: dos desconocid­os enlazan sus manos; una mujer chilena llora, dice que la esperan demasiados nietos como para no regresar; la pareja de al lado pertrecha a sus bebés con el cinturón y un firme abrazo, a la misma vez que las azafatas resoplan y activan el protocolo de emergencia.

El avión está en silencio, suspendido en la incógnita. A pesar de prohibirse el uso del móvil, mi compañera me anima a mandar algún “te quiero” por si acaso. De la estratosfe­ra bajamos hasta casi tocar el mar, y las casas en miniatura se expanden a tamaño real. El comandante –después sabré que es sobrino del gran periodista Jesús de la Serna– se aproxima a tierra con un ligero contoneo, sin la rueda recauchuta­da que perdimos a trozos. Cerramos los ojos por instinto, esperando un gran impacto que no llega. El pasaje aplaude.

Los que logran acoplarse al último avión se desahogan mostrando la punta de su yo: ahí está el chulo que manda callar, el que se cuestiona por qué sólo tienen cabida las tarjetas oro, el que pide vino nada más subir con una euforia contrahech­a… Cuatro pasajeros se prometen crear un grupo de WhatsApp mientras un soriano que trabaja en suministro­s me explica técnicamen­te el problema: “La banda de rodadura saltó al despegar”. Eso mismo que ocurrió al Concorde. Al poco añade que él votará a Podemos y su mujer a Ciudadanos. La vida vuela hasta rular firme. Vínculos instantáne­os, intercambi­o de tarjetas. El olor a tabaco resigue la cola del taxi. Dentro, se oye Radio Nacional, que suena a medianoche cerrada. La ciudad se acuesta y crece el deseo de un buen pan con tomate. Dicen que el miedo da hambre.

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